Cenizas De Perfección

DESPERTAR ENTRE SOMBRAS

La luz del sol se colaba suavemente por las cortinas de la enfermería. Evangelice abrió los ojos con lentitud, la cabeza pesada y el cuerpo dolorido. Todo era confuso: el sonido de las voces, el murmullo de pasos, el aire frío.

Sintiendo un dolor punzante en la cabeza y un vacío profundo en el pecho.
Parpadeó varias veces y lo vio: Theodore sentado a su lado, con el rostro preocupado y la mano apretando la suya.

La luz blanca de la enfermería le resultaba cegadora, y el olor a desinfectante le hizo entrecerrar los párpados.

-¿Dónde...? -murmuró, desorientada-. ¿Qué pasó?

La puerta se abrió suavemente y Theodore apareció, su rostro pálido reflejando el miedo que había sentido toda la noche.

-Te desmayaste -dijo él, con voz firme pero temblorosa-. Intentaste... tomarte demasiadas pastillas.

-Estás en la enfermería -dijo con voz contenida-. Me asustaste muchísimo, Evangelice.

Ella giró la cabeza hacia él, con los ojos todavía llenos de lágrimas y la voz rota por los suspiros:

-¿Tú... tú me trajiste aquí? -susurró-. ¿Por qué no me dejaste sola?

Theodore acercó su rostro al de ella con suavidad, pero con decisión:

-Yo ya sufro contigo, Evangelice. No voy a permitir que te lastimes sola.

Ella apartó la mirada, las lágrimas rodando por sus mejillas:

-¿Sufrir? ¡No sabes lo que es esto! ¡No entiendes nada!

-Sí entiendo -dijo él, con la voz quebrándose un poco-. Sé que duele, sé que estás cansada, sé que todo parece imposible. Pero no estás sola.

-¡Siempre llegan tarde! -susurró ella, la voz temblando entre el dolor y la frustración-. Siempre llegan tarde y todo termina... mal.

-No esta vez -dijo Theodore, apretando suavemente su mano-. Esta vez llegué a tiempo. Estoy aquí, aunque me odies por eso.

Evangelice lo miró con ojos llenos de rabia, culpa y confusión:

-¡Te odio! -dijo, entre suspiros-. Te odio porque no entiendes lo que es estar atrapada en tu propia mente... pero viniste y arruinaste mi decisión... mi forma de controlar mi vida.

-No arruiné nada -respondió él, con calma firme-. Solo te di una oportunidad para seguir viviendo. Para que no pierdas todo lo que eres... aunque no lo veas ahora.

Un silencio pesado llenó la habitación. Ella respiraba agitadamente, temblando, mientras el peso de su culpa y frustración la aplastaba.

Finalmente, susurró:

-No sé si quiero seguir... no sé si puedo...

-Entonces yo seguiré -dijo Theodore, acercándose y tomando suavemente su rostro entre sus manos-. Aunque no quieras, aunque me empujes, aunque huyas... no me iré.

Evangelice cerró los ojos, el llanto desgarrador escapando de su pecho. Por un instante, solo un instante, permitió que su cabeza descansara en su hombro, dejando que él estuviera allí, sin exigir nada, sin juzgarla.

-Prométeme... -susurró ella entre lágrimas-. Prométeme que no me dejarás caer otra vez.

-Lo prometo -dijo él, con voz firme, mientras sus lágrimas caían silenciosas-. No permitiré que te destruyas sola, jamás.

Theodore se acercó lentamente y tomó su mano, evitando presionarla demasiado:

-Porque no podía dejarte sola. No después de lo que intentaste... No podía soportar la idea de perderte.

Evangelice cerró los ojos, girando la cara hacia la almohada, incapaz de mirar su propio reflejo en él:

-¿Perderme? -repitió con un hilo de voz-. ¿Tú crees que fue fácil para mí? Cada noche, cada minuto, todo dentro de mí me gritaba que desaparecer era lo único que podía hacer...

-Lo sé -respondió Theodore, con voz quebrada-. Lo sé... y eso me aterra. Me aterra pensar que podrías desaparecer y yo no podría hacer nada para evitarlo.

Ella lo miró de reojo, entre lágrimas y rabia contenida:

-¿Y sabes qué es lo peor? Que incluso ahora, cuando estoy aquí, siento que no merezco que alguien me cuide... que alguien me quiera... que alguien respire conmigo mis miedos.

Theodore se inclinó, tomando suavemente su rostro entre sus manos:

-Evangelice, escucha... tú mereces amor. Mereces que alguien esté contigo, que te abrace cuando todo se derrumba. Yo no voy a fallarte. No importa cuánto luches con tu pasado o cuán oscura sea tu noche... yo estoy aquí.

Ella dejó escapar un sollozo, apoyando la cabeza en su pecho:

-Pero... ¿y si vuelvo a caer? ¿Y si me pierdo otra vez? -preguntó con voz temblorosa-. No quiero arrastrarte a mi oscuridad...

-No me arrastras -dijo él con firmeza-. No me arrastras porque yo elegí estar contigo. Porque yo elegí sostenerte, incluso cuando todo dentro de ti grita que no puedes más.

Evangelice cerró los ojos, dejándose llevar por la mezcla de miedo y alivio:

-Todo esto... todo lo que he intentado esconder... mis padres, mi infancia... no sabes lo que es sentir que nadie te escucha, que nadie te quiere, que cada triunfo es ignorado y cada fracaso es un mundo entero... -su voz se quebró-. Y tú... tú apareciste y me escuchaste... y me abrazaste...

Theodore la sostuvo más fuerte, con la voz cargada de emoción:

-Sí, lo hice... porque te amo, Evangelice. Y no pienso dejar que tu pasado decida nuestro presente ni nuestro futuro. Estoy aquí para ti.

Ella respiró profundamente, apoyando la frente contra su pecho, sintiendo cómo un hilo de calma recorría su cuerpo:

-Pero tengo miedo... miedo de que todo esto no sea suficiente, miedo de que el mundo vuelva a aplastarme...

-No será suficiente para el mundo, quizá, pero sí para mí -respondió él con suavidad-. No voy a soltar tu mano, no importa lo que venga. Te prometo que pase lo que pase, tú no estarás sola.

Evangelice cerró los ojos, dejando que por primera vez en mucho tiempo, su respiración se sincronizara con la de alguien más.

Por un instante, en medio de la ansiedad y la confusión, permitió que la sensación de seguridad se filtrara, aunque sabía que la oscuridad aún acechaba.

Ese diálogo, esa conexión, era un pequeño respiro antes de la tormenta que inevitablemente se acercaba.




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