Cenizas De Perfección

CHOQUE DE MUNDOS

La enfermería se había sumido en una calma tensa. El olor a medicamento y desinfectante aún flotaba en el aire cuando la puerta se abrió con brusquedad.

Evangelice alzó la vista apenas, todavía débil, apenas sosteniendo la taza de té que Theodore le había preparado.
El sonido de unos tacones resonó con fuerza sobre el suelo de mármol.

La puerta se abrió de golpe y, sin previo aviso, entraron sus padres.

Evangelice se estremeció. Theodore, sentado a su lado, frunció el ceño con impotencia.

El padre de Evangelice se mantenía detrás, con el rostro serio, la mirada dura y fría.

-¿Ni siquiera vas a preguntar si está bien? -intervino Theodore, con tono firme.

-Esto no te concierne, muchacho -respondió el padre, alzando la voz sin mirarlo siquiera-. Este asunto es de familia.

Evangelice apretó las sábanas con las manos temblorosas.

-No... no les importa si estoy viva, ¿verdad? Solo les importa que el apellido no se manche -dijo con voz temblorosa, mirando hacia la ventana.

Su madre suspiró con desprecio.

-Nos avergüenzas, Evangelice. Nos avergüenzas delante de todo el colegio, de nuestros socios, de la prensa... ¿qué clase de ejemplo das?

Theodore se levantó con fuerza, su silla cayendo hacia atrás con un golpe seco.

-¿Ejemplo? -repitió con incredulidad-. ¡Ella casi muere, y ustedes solo piensan en lo que dirán los demás! ¡¿Qué clase de padres son?!

-¡Cuida tu tono! -gruñó el padre, avanzando hacia él.

Pero Theodore no retrocedió.

-No. Ustedes deberían cuidar el suyo. Porque mientras se preocupaban por su imagen, su hija estaba perdiendo las ganas de vivir.

El silencio se hizo espeso, casi insoportable.

Evangelice lo miraba con lágrimas en los ojos, entre orgullo y miedo.
Por primera vez, alguien los enfrentaba.

-Sal de aquí, Theodore -ordenó el padre, con la voz tensa-. No queremos que sigas contaminando la mente de nuestra hija con tus tonterías románticas.

-No pienso dejarla sola -respondió él, sin pestañear-. No esta vez.

Su madre lo miró con desdén.

-Eres un muchacho sin nombre, sin peso, sin futuro. Ella pertenece a una familia distinta, superior. No es tu lugar cuidar de ella.

-Entonces, ¿dónde estaban ustedes cuando ella lloraba sola todas las noches? -replicó Theodore, la voz quebrándose-. ¿Dónde estaban cuando se quedaba despierta hasta las tres de la mañana, esperando un mensaje, una llamada, algo?

El padre se quedó sin respuesta.

La respiración de Evangelice era cada vez más agitada.

No soportaba la presión, las palabras, el dolor.

-Basta... por favor... -susurró-. No quiero escuchar más.

Theodore giró hacia ella, suavizando su voz:

-Está bien... respira, Evangelice, respira conmigo...

Pero la madre no callaba.

-No puedes seguir viviendo así, niña. Te enviaremos a tratamiento, y después hablaremos de asuntos familiares sin la presencia de este. Ya hemos sido demasiado pacientes.

Evangelice apretó los dientes.

-¿Tratamiento? ¿Otra jaula disfrazada de ayuda? -gritó-. ¡Ya basta! ¡No quiero su ayuda, no quiero su dinero, no quiero nada de ustedes!

La madre alzó la mano para abofetearla, pero Theodore se interpuso.

-No se atreva -dijo con voz baja, peligrosa.

La tensión era insoportable. Un silencio helado se apoderó de la habitación.

Entonces, el teléfono de Evangelice vibró sobre la mesa.

Ella lo tomó con manos temblorosas: era Sofía agregada como my princess, su mejor amiga de la infancia.

-¿Evangelice? -su voz sonaba preocupada, entrecortada por los sollozos-. Acabo de enterarme... por favor dime que estás bien.

Evangelice tragó saliva, apenas susurrando:

-Estoy viva... eso es todo.

-Escúchame -dijo Sofía, con firmeza-. No dejes que te encierren otra vez. Sal, busca ayuda, busca un lugar. Puedes hacerlo. No estás sola, ¿me oyes? No estás sola.

Evangelice miró a Theodore, que aún sostenía su mano.
Por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de ella -una chispa mínima- quiso creer esas palabras.

Su madre habló de nuevo, con frialdad calculada:

-Tendremos una reunión con el director. Ella volverá a casa en cuanto se recupere.

Theodore se giró hacia ellos, los ojos verdes llenos de furia contenida:

-No van a destruirla otra vez. No mientras yo esté aquí.

La madre lo miró con desprecio, el padre con rabia. Pero Theodore no retrocedió.

Evangelice cerró los ojos, sintiendo que esa habitación se hacía más pequeña, más asfixiante.

El peso de sus padres, sus palabras, sus culpas... todo la hundía.

Pero entre toda esa oscuridad, la voz de Theodore y la de Sofía resonaban en su mente como un eco de esperanza:

"Sal de ahí. No estás sola. Solo inténtalo."

Evangelice apretó con fuerza la mano de Theodore.
No dijo nada, pero en su mirada había un nuevo tipo de decisión: miedo, sí, pero también un atisbo de resistencia.

Por primera vez, quería creer que aún podía escapar.

-¡Esto es inaceptable! -exclamó su madre, con los ojos llenos de furia y la voz cortante-. ¿Cómo pudiste hacer algo tan irresponsable?

Evangelice tragó saliva, con el corazón latiendo desbocado.
-No... no estoy bien... -susurró, apenas audible.

-¡No quiero excusas! -gritó su padre-. Te hemos dado todo y aun así... esto es lo que haces.

Theodore se levantó lentamente, sintiendo cómo la ira y la impotencia lo consumían. Sus ojos verdes se clavaron en los de ellos.
-¡Basta! -dijo, la voz firme y autoritaria-. No voy a permitir que le hablen así. ¿No se dan cuenta de que estuvo a punto de morir?

Los padres de Evangelice lo miraron, incrédulos.
-¿Y tú quién eres para...? -intentó interrumpir su madre.

-Soy quien estuvo aquí, luchando para que no muriera. -Theodore dio un paso adelante-. Y no voy a quedarme callado mientras la tratan como si todo fuera culpa de ella.




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