Las maletas alineadas en los pasillos, los murmullos de los estudiantes y los últimos abrazos llenaban los corredores.
Evangelice observaba todo desde su ventana, con la mirada perdida en el jardín central, donde los árboles que habían acompañado sus silencios se mecían suavemente.
En el fondo, sentía que algo dentro de ella también se movía... como si una parte quisiera quedarse, resistirse a volver al mundo que la había quebrado.
-¿Lista? -preguntó Theodore, apoyado en el marco de la puerta.
Ella se giró. Estaba vestida de manera sencilla: un suéter beige y unos pantalones blancos. Sus ojos cafés parecían aún más oscuros, como si presintieran lo que venía.
-No lo sé -respondió con una sonrisa frágil-. ¿Alguna vez alguien está listo para regresar al lugar del que huyó?
Theodore suspiró y se acercó. Le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja, con ese gesto suave que siempre la desarmaba.
-Te prometo que todo estará bien. Me escribirás, ¿sí? No importa la hora, ni el día.
Evangelice bajó la mirada, nerviosa.
-No quiero que tengas problemas por mí. Ya viste lo que pasó... mis padres son capaces de cualquier cosa.
-Déjalos intentarlo -dijo él, medio sonriendo-. No pienso dejarte sola otra vez.
Ella asintió, aunque en el fondo dudaba de todo.
No porque no creyera en él, sino porque conocía la oscuridad que la esperaba.
El viaje de regreso a casa fue silencioso.
El auto negro avanzaba por la carretera rodeada de árboles sin flores, bajo un cielo grisáceo que anunciaba tormenta.
Evangelice observaba su reflejo en la ventana: el rostro pálido, las ojeras, los labios secos.
Cada kilómetro era una cuerda que se cerraba más en su garganta.
Cuando el auto entró por las rejas del enorme portón familiar, sintió el corazón apretarse.
Las luces de la mansión estaban encendidas, como si esperaran un evento importante.
No un regreso cálido... sino un juicio.
Apenas bajó del coche, el mayordomo la saludó con un gesto rígido.
-Sus padres la esperan en el salón principal, señorita Evangelice.
El aire olía a perfume caro y a tensión.
Al entrar, los vio: su madre sentada en el sofá, impecable como siempre, y su padre de pie, con los brazos cruzados.
-Llegaste -dijo su madre con voz seca-. Esperábamos que el internado te hubiera devuelto algo de sentido común.
Evangelice permaneció de pie, sin moverse.
-El internado me devolvió algo, sí. Pero no lo que ustedes esperan.
El padre carraspeó.
-Nos hemos disgustado de lo ocurrido con ese muchacho, Theodore. De su intervención... impropia.
Ella cerró los ojos.
-¿Impropria? Me salvó la vida.
-Nos hizo quedar en ridículo -replicó él, alzando la voz-. Un simple estudiante enfrentándose a nosotros, como si tuviera algún derecho.
Evangelice sintió que algo se rompía otra vez.
-¿Derecho? ¡Él lo tuvo porque ustedes nunca lo hicieron!
El silencio cayó con el peso de una piedra.
Su madre se levantó, caminó hacia ella y la miró con desprecio.
-Tu comportamiento ha sido una vergüenza. No solo para la familia, sino para ti misma. Tendrás que ganarte nuevamente nuestra confianza.
Evangelice tragó saliva.
-No busco su confianza. Solo su distancia.
El padre golpeó la mesa con el puño.
-¡Basta! Ya no toleraré tus insolencias. Has traído demasiada deshonra.
La voz de Evangelice tembló, pero sus ojos se mantuvieron firmes.
-La deshonra fue de ustedes, no mía.
Su madre suspiró, agotada.
-Ya hablaremos más tarde. Por ahora, sube a tu habitación. Te necesitamos tranquila para mañana.
-¿Mañana? -preguntó, confundida.
-Tendrás una cena con una familia importante. Queremos que estés presentable.
Evangelice los miró horrorizada.
-¿Otra vez? ¿No aprendieron nada?
Pero no obtuvo respuesta.
Subió las escaleras lentamente, sintiendo que cada paso era una rendición.
Al cerrar la puerta de su habitación, tomó su teléfono.
Un mensaje la esperaba:
"Llegaste bien? -Theo."
Evangelice tecleó, con los dedos temblorosos:
"Sí, pero siento que estoy cayendo otra vez."
Y segundos después, la respuesta llegó:
"No te rindas. Estoy aquí. Siempre."
Ella apoyó el teléfono sobre su pecho, mirando el techo.
El cielo afuera rugía con truenos.
La tormenta que se avecinaba no era solo la del clima... sino la que pronto consumiría lo poco que quedaba en pie de su libertad.
FLASHBACK DEL ULTIMO DÍA
-No puedo creer que se acabe -susurró ella para sí misma mientras cerraba la maleta.
Theodore apareció junto a ella, con una sonrisa triste y los ojos verdes cargados de preocupación.
-Te voy a extrañar -dijo, tratando de sonar firme.
-Yo... también -respondió ella, con la voz quebrada. El miedo y la ansiedad se mezclaban con la gratitud.
Se abrazaron con fuerza, un abrazo que parecía detener el tiempo por un instante.
-Prométeme que nos mantendremos en contacto -dijo ella, apoyando la cabeza en su hombro-. Pero... tengo miedo.
-Lo sé -respondió él, acariciando su cabello-. Lo sé, pero lo lograremos. Solo recuerda... estoy aquí para ti. Siempre.
Evangelice cerró los ojos y respiró hondo. Por un momento, se permitió sentir la calidez de su presencia, el refugio que él le ofrecía.
Evangelice tragó saliva y sostuvo el bolso con fuerza.
-Yo... llegué bien -dijo con voz temblorosa, intentando mantener la calma-.
-Bien... -dijo su madre con desdén-. Bien no es suficiente. ¿Sabes lo que nos hiciste pasar? ¿Sabes lo que hizo ese... chico?
Evangelice cerró los ojos, recordando la intervención de Theodore. Su corazón latía con fuerza, y la ansiedad la consumía.
-No fue su culpa -susurró entre dientes, casi para sí misma.
-¡Claro que fue culpa suya! -gritó su padre-. ¡Se metió donde no le llamaban y casi provoca un desastre!
En ese momento, su teléfono vibró discretamente. Era un mensaje de Theodore: