El día comenzó con un sol frío que parecía burlarse de la tensión que se respiraba en la mansión familiar.
Evangelice apenas había desayunado cuando sus padres la llamaron a la sala principal. Las cortinas abiertas dejaban entrar una luz blanca, casi hiriente, que hacía brillar los mármoles del suelo y resaltaba el silencio incómodo.
Allí estaba él: un chico alto, de cabello negro azabache y ojos oscuros que fulminaban con una intensidad fría. Su tez pálida y la postura rígida lo hacían parecer una estatua viviente.
-Evangelice, este es Alessandro -dijo su madre con una sonrisa forzada-. Hemos pensado que podrían conocerse mejor.
Evangelice lo miró con desconfianza. Sus ojos cafés se cruzaron con los de él, y en ese instante sintió la misma reticencia que ella: frialdad, distancia, incomodidad.
-Mucho gusto -murmuró apenas, sin levantar la vista.
Alessandro inclinó ligeramente la cabeza.
-Igualmente -respondió con voz grave-. No estoy aquí por deseo propio.
El comentario cayó como un golpe seco en la habitación. Su padre frunció el ceño, su madre se tensó y Evangelice apenas pudo contener un suspiro.
Sabía lo que aquello significaba: otro intento desesperado por controlar su vida, por obligarla a encajar en la perfección que tanto idolatraban.
-Evangelice, podrías al menos intentar ser amable -reprochó su madre.
-¿Amable? -repitió con amargura-. ¿Amable con alguien que ni siquiera quiere estar aquí? ¿Con alguien más al que me quieren imponer?
El aire se volvió pesado, y el reloj del salón pareció marcar cada segundo con crueldad.
-¡Esto no puede ser! -gritó dentro de sí, mientras la rabia y la impotencia le recorrían las venas.
Sin pensarlo, tomó las llaves de su camioneta y salió corriendo.
La puerta se cerró con un portazo que resonó por toda la casa.
El motor rugió, mezclando su adrenalina con la desesperación. Las lágrimas comenzaron a correr sin permiso; la ciudad se volvía borrosa a través del parabrisas.
Conducía sin rumbo, pero su corazón ya sabía hacia dónde iba.
Cuando llegó, apenas pudo frenar.
La casa de Theodore estaba igual que siempre: rodeada de árboles, silenciosa, con esa calidez que contrastaba con la frialdad de su propio hogar.
Antes de que tocara el timbre, la puerta se abrió.
-Evangelice... -susurró él, sorprendido, con la mirada alerta.
Ella lo miró, temblorosa, con los ojos hinchados y la respiración cortada.
-No... no puedo más... -dijo entre sollozos.
Theodore dio un paso hacia ella, y sin pensarlo la envolvió entre sus brazos.
Ella se derrumbó contra su pecho, dejando que su cuerpo se entregara al temblor, al desahogo, al miedo que había guardado durante tanto tiempo.
-Shh... respira, Eva. Estoy aquí -murmuró él, acariciando su cabello.
-Ellos... quieren... que me case -balbuceó, apenas audible-. No me escuchan, no me entienden.
-Lo sé -dijo Theodore, con una calma que contenía furia-. Lo sé, y no voy a dejar que lo hagan.
Evangelice lo miró con los ojos vidriosos.
-No quiero ser esa persona que ellos quieren que sea... quiero ser yo.
Theodore la sostuvo más fuerte, con la mandíbula apretada y el corazón en guerra.
-Entonces sé tú. Aunque el mundo se te venga encima. Aunque tengas que romper las reglas.
El silencio los envolvió.
Solo se oía la respiración entrecortada de Evangelice, el latido firme de Theodore y el viento rozando las hojas.
Ella lo miró con una mezcla de miedo y esperanza.
-Prométeme... -dijo, la voz temblando-. Prométeme que no me dejarás sola.
-Lo prometo -susurró él-. No te soltaré. Nunca.
La promesa quedó suspendida en el aire, como una cuerda invisible que los unía.
Pero en el fondo, ambos sabían que el mundo no se detendría.
Y que las consecuencias de ese abrazo apenas estaban comenzando.
Los padres de Theodore al enterarse de la situación dejaron que Evangelice pasara todo el tiempo que quisiera en casa con ellos hasta que pasaron semanas y al día siguiente era su cumpleaños.