Cenizas De Perfección

EL CUMPLEAÑOS DESEADO

La mañana comenzó con rayos de sol entrando suavemente por las cortinas.
El canto de los pájaros se mezclaba con el murmullo lejano del viento, y por un momento, Evangelice creyó estar soñando. La habitación no era la suya. No era el lugar donde el silencio pesaba ni donde los muros parecían vigilantes de su dolor.

Abrió lentamente los ojos.
La habitación estaba completamente transformada. Las cortinas eran de un blanco perlado, y sobre las paredes colgaban guirnaldas hechas a mano con pequeños mensajes escritos con tinta dorada: "Sonríe", "Eres amada", "Feliz cumpleaños, Eva".

El aire olía a flores frescas -tulipanes y girasoles- que decoraban cada rincón, bañando el cuarto de un aroma cálido, imposible de olvidar.

Sobre el tocador, una caja de cristal reposaba como una joya. Dentro, un vestido verde esmeralda brillaba bajo la luz matutina: era delicado, de tela suave, con bordes plateados y encaje que recordaba a las hojas de una enredadera. A su lado, unos accesorios relucían con sobriedad y elegancia, y unas zapatillas plateadas completaban el conjunto.

Evangelice se llevó una mano a los labios, conteniendo la emoción.
No estaba acostumbrada a los gestos sinceros. Durante años, cada cumpleaños había sido un recordatorio de su soledad.

Entonces vio algo más:
Un relicario de plata, en forma de corazón, adornado con diminutas enredaderas que parecían abrazarlo. Dentro había una nota escrita a mano, con una caligrafía firme y elegante:

"Baja,principessa. Hoy todo es para ti."

Una sonrisa temblorosa se dibujó en su rostro.
Por primera vez en años, sentía que el mundo no le exigía nada.
Solo le pedía existir.

Bajó las escaleras con el corazón latiendo como tambor.

A cada paso, el aroma a pastel recién horneado se mezclaba con risas y música suave. Cuando cruzó el último peldaño, se detuvo.

La casa de Theodore estaba completamente decorada: guirnaldas de colores, flores por doquier, globos atados a las sillas y una gran mesa de desayuno esperándola.

El sonido de voces la envolvió de inmediato:

-¡Feliz cumpleaños, Evangelice! -gritaron todos al unísono.

La mamá de Theodore la abrazó con calidez maternal, y su padre le ofreció un beso en la frente. Los hermanos menores corrían alrededor con serpentinas, riendo.

En el centro de la mesa había un pastel monumental, en forma de castillo, con torres hechas de crema y detalles de azúcar verde que brillaban bajo la luz del sol.

Evangelice se quedó inmóvil, con las lágrimas acumulándose sin permiso.

-No... no puedo creerlo -susurró, llevándose una mano al pecho.

-Claro que sí puedes -respondió la madre de Theodore con una sonrisa cálida-. Hoy es tu día, y mereces sentirte querida.

Entonces, como si la escena no fuera ya suficiente para derretir su corazón, una serenata comenzó a sonar desde el jardín.

Una guitarra, un violín y una voz suave entonaron una melodía dedicada a ella.
Theodore apareció detrás de los músicos, observándola con una sonrisa tranquila y unos ojos que hablaban sin palabras.

Evangelice lo miró, y por primera vez en mucho tiempo, su corazón se sintió ligero.

El aire era distinto allí. No había tensión, ni miradas de juicio, ni órdenes que cumplir. Solo cariño. Solo hogar.

Cerró los ojos y, por un instante, un flashback la arrastró a su niñez.

Recordó su habitación vacía, las decoraciones frías y los regalos costosos que nunca significaban nada.
Recordó el eco de los pasillos interminables de la mansión, donde sus pasos eran los únicos sonidos.
Su madre ausente, su padre ocupado.
Sus cumpleaños pasaban como cualquier otro día. Ni aplausos, ni abrazos, ni risas. Solo niñeras que cumplían con su deber y personal doméstico que la felicitaba con pena.
Y, sobre todo, la soledad.
Una soledad que le había perforado el alma desde pequeña.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al abrir los ojos de nuevo.
Esta vez, sin embargo, eran lágrimas de gratitud.

-Gracias -murmuró, mirando a todos-. Gracias por hacerme sentir... viva.

La madre de Theodore la abrazó otra vez.
-No tienes que agradecer nada, cariño. Aquí eres parte de la familia.

Evangelice sonrió.
Por primera vez, esa palabra no dolía.
Familia.

Pero la felicidad, lo sabía, nunca duraba demasiado.
Cuando la tarde cayó, el ambiente se llenó de una calma dulce. Theodore la acompañó al jardín, donde las luces colgantes brillaban como luciérnagas.
Hablaron durante horas, riendo, recordando lo que habían vivido en el internado, soñando con el futuro.

Hasta que, cerca de la medianoche, un golpe seco resonó en la puerta principal.

El ruido fue tan violento que todos se quedaron en silencio.
Theodore se levantó de inmediato. Evangelice sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Cuando la puerta se abrió, el aire pareció desaparecer.

Sus padres estaban allí.
Rostros fríos, tensos, cargados de rabia y decepción.

Y detrás de ellos, Alessandro, con la mirada baja, el rostro pálido y la incomodidad marcada en sus gestos.

-Evangelice -dijo su madre con una voz helada-, es hora de regresar a casa.

Ella retrocedió instintivamente, el corazón acelerado.
-No... no quiero volver -murmuró.

-No estás en condiciones de decidir -intervino su padre-. Vienes con nosotros ahora mismo.

Theodore dio un paso adelante, interponiéndose entre ellos.

-No se llevará a nadie de aquí contra su voluntad -dijo con firmeza, la mirada fija en los ojos del hombre-. No mientras yo esté presente.

-¡No tienes derecho a interferir! -rugió el padre de Evangelice.

-Tengo todo el derecho -replicó Theodore-. Ella merece sentirse segura, no prisionera.

La madre de Theodore también se interpuso.

-Por favor, cálmense. Esta no es la forma...

Pero las voces se alzaron, los reproches se mezclaron, y Evangelice comenzó a temblar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.