El motor del auto negro rugía entre los árboles, abriéndose paso por un sendero estrecho cubierto de hojas secas. La tarde moría en un gris espeso, el cielo parecía un lienzo sin color, y el aire olía a humedad y a final. Evangelice observaba el paisaje desde la ventana trasera, con los ojos apagados, el cuerpo rígido y las manos temblorosas sobre el regazo. Ni una palabra había salido de su boca desde que la subieron al coche.
El vehículo se detuvo frente a una enorme casa de piedra, elegante y sombría, a orillas de un lago inmenso. El agua era tan quieta que reflejaba el cielo como un espejo roto. A lo lejos, se escuchaban las gaviotas y el eco de un viento helado que parecía arrastrar los últimos restos de su voluntad.
Cuando las puertas del auto se abrieron, dos guardias con abrigos negros se colocaron a ambos lados. Uno de ellos le indicó que bajara. Ella obedeció, con los movimientos lentos, como si el suelo se deshiciera bajo sus pies. Al alzar la vista, vio el reflejo del lago, tan cerca, tan callado, y pensó por un instante que preferiría hundirse allí antes que entrar.
Pero la empujaron suavemente hacia adentro.
Las puertas se cerraron tras ella con un sonido metálico. El eco resonó por toda la casa, y ese fue el instante exacto en que comprendió que ya no era libre.
Los pasillos estaban recubiertos de mármol blanco, fríos, silenciosos. Las lámparas colgaban del techo como jaulas de cristal. Todo era impecable, ordenado, hermoso... y muerto. No había risas, ni voces, ni música. Solo el sonido lejano del viento chocando contra las ventanas.
Alessandro la esperaba en el salón principal, sentado en un sillón de cuero oscuro. No la miró. Mantenía la vista fija en la chimenea apagada, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa.
-Aquí estarás segura -dijo finalmente, sin emoción-. Hasta que todo se calme.
Evangelice sintió una punzada en el pecho.
-¿Segura? -repitió con una sonrisa amarga-. Esto es una prisión.
Él no respondió. Se levantó y salió del salón sin mirarla. Las enfermeras entraron enseguida, una sosteniendo un vaso con pastillas, la otra con una bandeja de agua.
-Debe tomarlas, señorita -murmuró una con voz temblorosa-. Son para su ansiedad. Le ayudarán a dormir.
Evangelice apartó el vaso con un manotazo.
-No quiero dormir. No quiero nada de ustedes.
La enfermera más joven bajó la voz, con los ojos húmedos.
-Por favor... no se resista. Ellos no tienen paciencia. Hágalo por usted.
Pero Evangelice no contestó. Caminó hasta el gran ventanal y se quedó mirando el lago. Desde allí, el reflejo del agua parecía burlarse de ella: tan libre, tan inmenso, tan imposible de alcanzar.
Los días se convirtieron en una sucesión de sombras. Las horas pasaban lentas, arrastrándose entre el silencio y el eco de sus propios pensamientos. Evangelice comenzó a dejar de comer. El hambre se transformó en un recordatorio constante de su encierro. Cada noche, cuando se negaba a tomar las pastillas, venían los guardias y las enfermeras con inyecciones. Las agujas le quemaban los brazos, y antes de poder protestar, caía dormida en un sueño artificial, profundo y vacío.
Despertaba sin saber qué día era. Su cuerpo temblaba, los labios agrietados, la piel pálida. A veces intentaba abrir las ventanas, pero estaban selladas. Otras veces golpeaba la puerta, gritando el nombre de Alessandro, pero nadie respondía.
Una tarde, mientras se negaba a comer, él apareció. Llevaba un abrigo largo, el rostro cansado, la mirada perdida.
-Ni siquiera yo quiero esto -dijo con frialdad-. Dejé a Lidia por un matrimonio que ninguno deseaba, y tú ni siquiera haces el esfuerzo por cooperar.
Evangelice lo miró con furia, los ojos llenos de lágrimas.
-¿Cooperar? ¿Llamas a esto vida? ¿Encerrarme, sedarme, tratarme como un experimento?
-Estoy intentando mantener el control.
-¿El control de qué, Alessandro? ¡De mí!
Él desvió la mirada, evitando sus ojos.
-Haz lo que te dicen. No lo empeores.
Salió sin decir más. Las puertas volvieron a cerrarse, y con ellas, un silencio denso lo cubrió todo.
Las enfermeras entraron después, con pasos cautelosos. Una de ellas, la más joven, se inclinó junto a la cama y le susurró:
-Nadie merece esto, señorita. No sé qué hizo, ni por qué está aquí... pero se nota que antes fue alguien fuerte.
Evangelice no respondió. Se limitó a mirar el reflejo del lago en la ventana, que brillaba bajo la luna como un cristal líquido.
Las noches eran lo peor. No podía dormir, y cuando lo hacía, soñaba con su antigua vida: la luz del internado, las risas con Theodore, el aroma del pan recién hecho, las tardes bajo el sol, los abrazos sinceros. Todo eso parecía tan lejano, tan irreal, que al despertar, el vacío la golpeaba con más fuerza.
A veces, el silencio era tan profundo que creía escuchar el lago llamándola. En su mente, lo imaginaba extendiendo brazos invisibles, invitándola a descansar entre sus aguas. El reflejo de la luna sobre el agua parecía un camino... un escape.
Una madrugada, al abrir los ojos tras una sedación, vio las cadenas por primera vez. Pequeñas, discretas, sujetas al borde de la cama. Un símbolo más de que su libertad había dejado de existir.
Sus pensamientos comenzaron a desordenarse. La ansiedad se mezclaba con el cansancio, la tristeza con el delirio. Murmuraba nombres entre sueños: el de Theodore, el de su madre, incluso el de Lidia, como si quisiera pedirle que la entendiera.
Cada día era una lucha silenciosa contra su propio cuerpo. Las enfermeras cambiaban los frascos del suero, limpiaban las heridas de las inyecciones, bajaban la mirada cuando ella les pedía ayuda. Ninguna respondía.
Evangelice comenzó a escribir con un trozo de carbón en la pared junto al ventanal. Pequeñas frases, pedazos de memoria:
"El lago respira."
"No quiero dormir."
"Theodore, recuérdame."