La noche se cernía sobre la casa del lago como un velo de plomo. El viento aullaba entre los árboles y hacía temblar los cristales de las ventanas, como si el bosque entero susurrara su nombre. Evangelice, con el cabello enmarañado, los ojos rojos de tanto llorar y el corazón al borde del colapso, se levantó de la cama con un único pensamiento: escapar o morir intentándolo.
El aire helado la golpeó apenas abrió la ventana del baño. A través del cristal vio el lago brillando bajo la luna, inmóvil y silencioso, como si esperara su caída. El miedo se mezclaba con una adrenalina amarga, una desesperación que le daba fuerzas donde ya no quedaban.
-No puedo seguir aquí... -susurró con voz rota, sintiendo el sabor salado de sus propias lágrimas-. No más.
Sus manos temblaban mientras recorría el pasillo. Las cámaras giraban lentamente, los pasos de los guardias resonaban a lo lejos. A cada segundo su respiración se aceleraba. Cuando llegó a la puerta trasera, el aire frío la golpeó en el rostro. Por fin.
El lago, tan cerca. Tan libre.
Corrió descalza por el camino de grava, sintiendo las piedras cortarle los pies. Por primera vez en meses respiró sin sedantes, sin órdenes, sin cadenas. La brisa olía a tierra mojada, y su pecho se llenó de un destello fugaz de esperanza. Pero justo cuando alcanzó el borde del bosque, un sonido cortó el silencio.
Una alarma.
El chirrido metálico se expandió como un rugido de bestia. Luces rojas comenzaron a parpadear desde la casa. Voces, pasos, órdenes gritadas.
-¡Deténganla! -gritó Alessandro desde el balcón-. ¡Evangelice, basta!
Ella corrió, tropezando entre raíces, pero los guardias eran más rápidos. La alcanzaron, sujetándola por los brazos mientras pataleaba, arañaba, gritaba.
-¡Suéltenme! ¡No soy su prisionera!
-¡Tranquila, señorita! ¡Por favor!
Pero la fuerza de cuatro hombres fue suficiente. La arrastraron de vuelta, sus pies dejando marcas de sangre en el suelo. Alessandro la observaba con una mezcla de furia y culpa, los ojos oscuros, la mandíbula apretada.
-Es inútil... -murmuró, y con un gesto ordenó-. Duérmanla.
La aguja atravesó su piel antes de que pudiera responder. El mundo se volvió borroso, las luces danzaban frente a sus ojos, y la voz de Alessandro se desvaneció como un eco lejano.
Despertó días después.
El techo blanco, las máquinas pitando, el olor metálico del hospital. Una sensación de vacío absoluto. Su cuerpo no le respondía del todo. Las manos le temblaban, la garganta estaba seca, y un dolor profundo le recorría los brazos por las inyecciones.
El silencio la envolvía, hasta que un sonido rompió la monotonía: una melodía suave, tarareada con voz masculina.
Una melodía que conocía.
"La canción de las lunas."
La que Theodore solía cantar para calmarla cuando el insomnio la devoraba.
Evangelice parpadeó, confundida.
-Esa... esa es mi canción... -susurró apenas.
La puerta se abrió lentamente. Y allí estaba él.
Theodore.
El mismo chico que había sido su calma en medio de la tormenta, ahora de pie frente a ella, con el rostro marcado por el cansancio y los ojos verdes cargados de preocupación.
-Evangelice... -dijo su nombre con voz temblorosa, como si al pronunciarlo temiera quebrarla-. Estoy aquí.
Ella rompió a llorar. Lloró con el alma, con todo lo que no había podido gritar. Theodore se acercó sin dudar y la tomó en sus brazos.
-Ya está -susurró, acariciándole el cabello-. Ya no estás sola. No voy a dejar que te hagan daño otra vez.
Sus palabras no fueron promesas vacías; fueron un refugio. Por primera vez en meses, Evangelice sintió calor humano, ternura genuina. Con el tiempo, Theodore la ayudó a salir del hospital. Se encargó de todo: los informes, los permisos, las firmas. La sacó literalmente de las sombras.
El proceso fue lento. Doloroso.
Pero esta vez, cada paso era elección suya.
Aceptó medicación, sí, pero controlada. Asistió a terapia, pero por decisión propia. Theodore la acompañaba en cada cita, esperándola afuera, con una sonrisa paciente y una taza de café caliente. Poco a poco, Evangelice comenzó a redescubrir quién era, más allá del dolor.
Volvió a cantar.
Primero en voz baja, luego en salas de ensayo, luego frente a un público pequeño. Una directora de teatro, al escuchar su historia y su voz, le ofreció un papel en una obra local. Y ese fue el comienzo.
El escenario se convirtió en su nueva libertad.
Las luces la bañaban, el público la miraba, pero esta vez no como una víctima, sino como una artista. Cada palabra que pronunciaba, cada lágrima que dejaba caer sobre las tablas, era una parte de su sanación.
Luego vino la pasarela.
Una marca la invitó a desfilar, atraída por su historia de superación. Evangelice caminó con la cabeza en alto, el cuerpo envuelto en un vestido blanco que parecía flotar. Cada paso era una declaración: había sobrevivido.
Su familia, sin embargo, no soportó su renacimiento.
Durante una entrevista, Evangelice decidió hablar. Por primera vez, contó todo: los encierros, las inyecciones, la manipulación. Nombró a Alessandro. Habló de sus padres. No con odio, sino con una verdad tan pura que destrozó las máscaras de todos.
Las redes se incendiaron. Su nombre llenó titulares.
"La hija que rompió el silencio."
"El precio de la perfección."
Su familia intentó detenerla, desacreditarla, manipular la prensa. Pero era tarde.
Ya no podían tocarla.
Una tarde, su madre la llamó entre lágrimas.
-¿Cómo puedes hacernos esto? Somos tu familia.
Evangelice miró la cámara del teléfono con calma.
-Ustedes fueron mi prisión. Pero yo... ya aprendí a abrir las puertas.
Y cortó.
Desde entonces, todo cambió.
Su carrera comenzó a florecer. Su nombre resonaba con fuerza en cada casting, en cada entrevista. Theodore seguía a su lado, no como salvador, sino como compañero. Juntos habían convertido el dolor en arte, las lágrimas en impulso.