La vida parecía, por fin, tomar forma para Evangelice y Theodore. Los días ya no estaban marcados por la ansiedad ni por los fantasmas de su pasado. Cada conversación giraba en torno a un futuro que ambos habían soñado: un matrimonio donde el amor fuera elección y no obligación; una familia donde sus hijos crecerían libres de imposiciones, donde cada decisión sería suya y de nadie más. Los planos de un hogar en las afueras de la ciudad, con un jardín amplio y habitaciones llenas de luz, eran dibujados en la mente de Evangelice como si fueran verdaderos castillos de esperanza.
Sin embargo, la sombra de Alessandro seguía presente, como un reloj de arena que contaba silenciosamente sus últimos segundos. Él, atrapado en su resentimiento, en la culpa por haber abandonado a Lidia, no podía aceptar la independencia de Evangelice. Sabía que ella había escapado de su control y eso lo consumía por dentro. Una tarde, aprovechando un momento de descuido en la mansión, Alessandro se presentó de forma inesperada.
-No puedes escapar de mí -dijo con voz gélida, caminando hacia ella con paso firme-. Esto aún no ha terminado.
Evangelice sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no era miedo lo que la dominaba; era determinación, un poco de rencor y venganza. Su corazón latía con fuerza, sí, pero ahora cada pulso estaba lleno de resolución. La niña vulnerable que una vez había temblado ante la amenaza de su familia y Alessandro ya no existía. Recordó la promesa que ella y Theodore se habían hecho: jamás permitir que el miedo decidiera por ellos.
Alessandro se acercó, y en un pequeño descuido, Evangelice lo guió hacia la sala. Sobre la mesa había una copa de vino que ella había preparado, aparentemente inocente, mientras mantenía la calma perfecta, respirando con lentitud, controlando cada músculo de su cuerpo.
-Toma un poco, relájate -dijo con voz suave, fingiendo preocupación-. Todo estará bien.
Alessandro la miró, desconfiado, pero la tensión de la situación lo había debilitado. Bebió. Minutos después, su rostro palideció, los ojos se abrieron con un flash de sorpresa y luego cayó hacia atrás, inmóvil. Todo había sucedido como si fuera un accidente como si un ataque cardiaco lo hubiera terminado. Ninguno de los presentes sospechó que la muerte hubiera sido provocada.
Pero no todo estaba bajo control. Desde el pasillo, uno de sus guardias más fieles lo había observado todo. Su mirada era una mezcla de confusión, lealtad y duda. Consciente de lo que había visto, se comunicó inmediatamente con la familia de Alessandro, transmitiendo los detalles que podrían cambiarlo todo.
Mientras tanto, Evangelice ya estaba lejos de la tensión. Junto a Theodore, volvió a firmar contratos, planificar giras y desfiles, y preparar rodajes de películas en los cuales ella sería la estrella absoluta. La adrenalina de la actuación, el aplauso del público, la pasarela bajo luces que la iluminaban, todo esto le devolvía un brillo que creía perdido para siempre. Cada proyecto consolidaba su independencia y le recordaba que ahora ella era quien decidía.
-Lo logramos -dijo Theodore, tomándola de la mano mientras revisaban los guiones para su próxima película-. Esto es solo el principio.
-Sí -respondió Evangelice, con una mezcla de alivio y satisfacción-. Esta vez somos nosotros quienes decidimos... y nadie más.
Cada día era un juego de poder silencioso. Cada paso que Evangelice daba sobre la pasarela, cada escena que rodaba frente a la cámara, cada entrevista, era una declaración: ella estaba en control, su pasado no podía tocarla. Su familia, sus padres, Alessandro... todos eran peones en un tablero que ella y Theodore habían diseñado.
Esa tarde, mientras observaba su reflejo en el ventanal de su penthouse, se permitió un instante de introspección. Sus ojos cafés recorrían la ciudad iluminada por el sol poniente, y recordó todo el dolor que había atravesado: la ansiedad que la consumía en el internado, los días de sedantes y soledad en la casa del lago, la sensación de estar atrapada en un mundo que no le pertenecía.
Ahora, ese pasado no era más que un recuerdo que alimentaba su fortaleza. La niña que una vez había sido víctima de imposiciones y manipulaciones ahora caminaba con la cabeza en alto, dueña de su destino y de su libertad.
-Nunca más -susurró para sí misma-. Nunca más dejaré que decidan por mí.
Y Theodore, al verla, comprendió que nada de lo que vino antes había sido en vano. Su risa volvió a brillar, y su mirada verde reflejaba orgullo y amor. Juntos, construyeron un imperio de libertad, donde la fama, la fortuna y el éxito no eran cadenas, sino alas.
El mundo admiraba su talento y belleza, pero pocos conocían la historia detrás de la ascensión de Evangelice. Cada aplauso, cada susurro de admiración, cada flash de cámaras era un recordatorio: ella había sobrevivido, había vencido, y había transformado su dolor en poder.
La libertad no era un regalo que le habían dado, sino un juego que había ganado. Y en ese juego, Evangelice había aprendido que la luz siempre puede brillar incluso tras la oscuridad más profunda.