El sol de la tarde caía suavemente sobre la catedral en Roma, tiñendo los vitrales de un rojo cálido y dorado que parecía prometer felicidad eterna. Cada rayo se filtraba a través del cristal, dibujando patrones que danzaban sobre el mármol blanco y los ornamentos dorados. La atmósfera estaba impregnada de fragancia a rosas frescas y velas encendidas, y un coro lejano entonaba melodías solemnes que llenaban de emoción cada rincón.
Evangelice avanzaba por el pasillo central, acompañada del brazo firme y seguro de Theodore. Su vestido blanco destellaba bajo la luz, con delicados bordados que reflejaban un patrón de enredaderas y flores, como si la naturaleza misma la abrazara en aquel momento. Cada paso era calculado, medido, pero lleno de la emoción contenida que había acumulado durante años de lucha y sacrificio. Sus ojos, grandes y brillantes, miraban hacia el altar con esperanza, pero también con la conciencia silenciosa de todo lo que había superado.
Los invitados murmuraban entre ellos, admirando la belleza de la ceremonia. La familia de Theodore estaba presente, sus rostros irradiando orgullo y ternura, mientras que amigos, colegas y celebridades capturaban cada instante con sus cámaras. Los pétalos de rosa caían suavemente desde los balcones, flotando en el aire como una lluvia delicada que parecía bendecir a la pareja.
-Finalmente... -susurró Evangelice, con la voz quebrada por la emoción-. Finalmente estamos aquí.
Theodore la miró con intensidad, sus ojos verdes llenos de amor y determinación, como si el mundo entero se redujera a aquel instante.
-Y juntos construiremos nuestro hogar... nuestro mundo -dijo con voz firme, acariciando con ternura su rostro, dejando que sus dedos recorriesen la línea de su mandíbula con delicadeza.
El padre de la iglesia levantó las manos, su voz solemne resonando en la catedral:
-¿Pueden los presentes dar fe de esta unión?
-¡Sí! -respondieron todos al unísono, llenando el espacio con un murmullo vibrante que parecía flotar entre las columnas y los frescos del techo.
Evangelice cerró los ojos por un instante, dejando que la imaginación la transportara a ese futuro que tanto había anhelado: un hogar lleno de risas, de amor verdadero, donde sus hijos crecerían libres, sin imposiciones, sin la sombra de la presión familiar que había marcado su infancia. Tenía un secreto que planeaba revelar en ese mismo instante: llevaba en su vientre a su primer hijo, fruto de su amor con Theodore. Su corazón latía con fuerza al imaginar la felicidad de Theodore al conocer la noticia. Todo estaba perfecto.
-Por el poder que me confiere Dios... los declaro marido y mujer. Pueden besarse -anunció el padre con solemnidad, su voz resonando como un eco en la catedral.
Evangelice giró suavemente la cabeza hacia Theodore, sus labios entreabiertos en anticipación de ese instante de unión que había soñado durante toda su vida. Pero entonces, un sonido seco y penetrante rompió el aire: un disparo.
El mundo pareció detenerse. El cristal de los vitrales reflejaba un destello rojo, y el murmullo de los invitados se transformó en gritos desesperados. Evangelice sintió un dolor agudo atravesar su torso; el aire se volvió denso, pesado, y sus piernas flaquearon. Sus ojos se abrieron con un atisbo de incredulidad al ver a Theodore corriendo hacia ella, su rostro desencajado por el pánico.
-¡Evangelice! -gritó, con la voz rota por el miedo-. ¡No! ¡No puede ser!
Ella, con el rostro pálido y bañado en lágrimas, levantó la mano temblorosa intentando tocar su rostro, intentando recordar cada instante de felicidad que había vivido.
-T... Theod... -susurró, apenas audible-. Mi... mi bebé... -y un hilo de sangre escapó de sus labios mientras el dolor la consumía.
El caos se desató dentro de la catedral. Invitados gritaban y corrían hacia la salida, algunos en shock, otros intentando ayudar. Theodore, en medio del tumulto, la sostuvo con fuerza, sintiendo cada temblor de su cuerpo y rogando en silencio que no la dejara ir.
-No me dejes... por favor... -suplicó él, con lágrimas rodando por sus mejillas-. Te necesito... los necesitamos...
Evangelice, con los ojos llenos de lágrimas, apenas podía articular palabras, pero su último gesto fue una sonrisa débil, una mezcla de amor, paz y despedida:
-Te... amé... siempre... recuerda... nuestro hogar... -y con ese último suspiro, su cuerpo cedió, su corazón deteniéndose mientras caía entre los brazos de Theodore.
El relicario que siempre llevaba colgado sobre su pecho, en forma de corazón y con finas enredaderas de plata, brilló bajo la luz de los vitrales, un símbolo silencioso del amor que compartieron y que ahora quedaba más allá de la muerte.
El silencio se apoderó de la iglesia, solo roto por los sollozos de Theodore, quien abrazaba a Evangelice, negándose a soltarla. Los guardias corrieron, los médicos del servicio de emergencia llegaron y comenzaron a trasladarla rápidamente al hospital, pero el tiempo ya no estaba de su lado. La vida de Evangelice se había escapado, dejando a Theodore con un vacío profundo, un dolor que parecía capaz de consumirlo entero.
La noticia se esparció con rapidez: medios de comunicación, redes sociales y titulares internacionales anunciaron la tragedia. La vida de Evangelice, su futuro y la revelación de su hijo quedaban truncados. La indignación y el dolor se mezclaban en cada rincón del mundo que la admiraba.
En la privacidad del hospital, Theodore permaneció junto a ella, llorando y murmurando palabras que solo él y ella podrían entender. Juramentos de venganza, promesas de proteger su legado y asegurar que su historia no sería olvidada resonaban en su mente. Su amor por Evangelice se había convertido en una fuerza que lo impulsaba, un faro de luz entre la oscuridad de la pérdida.
Cada lágrima que caía sobre su rostro, cada sollozo contenido y cada suspiro de desesperación eran testigos del amor que compartieron, un amor que ni la muerte podría borrar por completo. Y mientras la ciudad seguía su ritmo indiferente, Theodore se convirtió en el guardián silencioso de su memoria, dispuesto a mantener vivo el legado de Evangelice, su espíritu y todo lo que habían construido juntos.