Emiliano;
Las gotas de lluvia golpeaban con insistencia el cristal de las ventanas del despacho, dibujando caminos desiguales sobre el vidrio empañado. Apoyé el codo en el escritorio, dejando caer mi frente sobre la palma de mi mano. Intenté concentrarme bajo la montaña de documentos frente a mí, pero las palabras se desvanecían, reemplazadas por la imagen de una figura elegante y una sonrisa esquiva que no me daba tregua.
Nathalie. Desde la primera vez que la vi, ella se apoderó de mi cerebro. Su indiferencia, lejos de alejarme, alimentaba una obstinada necedad. .
Sabía que debía mantenerme lo más lejos posible de ella y, sin embargo, sin yo saber por qué, me obsesionaba la idea de conquistar aquel corazón distante.
Me quedé allí por varios días, obligándome a salir y llevar mi rutina habitual. Paseaba por la isla, topaba con el mercado… y, sin embargo, no esperaba verla. Y, sin embargo, su nombre estaba en boca de todos..
Más tarde
La fiesta era un espectáculo de gala. Las lámparas doradas colgaban del techo como estrellas atrapadas, y el sonido de la orquesta llenaba el salón. Nathalie, como de costumbre, se movía entre la gente con la gracia de quien sabe que no necesita ser el centro de atención para dominar la escena.
Llevaba un vestido de seda color morado que realzaba la figura de su cuerpo, con mangas largas y detalles de encaje que abrazaban sus muñecas. Su cabello, recogido en un moño impecable, dejaba al descubierto una fina gargantilla que brillaba sutilmente con cada paso. Desde mi rincón, sosteniendo una copa de vino, observé cómo su andar despreocupado marcaba un ritmo propio, indiferente a las miradas que atraía.
Decidí acercarme.
—¿Podría concederme esta pieza, señorita? —pregunté, extendiendo mi mano con una inclinación cortés.
Nathalie levantó la mirada lentamente, sus ojos marrón oscuro se encontraron con los míos. Durante un instante, el alboroto del salón desapareció. Me estudió con una calma inquietante, una que bordeaba la insolencia.
—No suelo bailar con desconocidos, señor —respondió, sin rastro de duda.
Una sonrisa curva se dibujó en mis labios. Retroceder no era una opción.
—Entonces permítame presentarme. Emiliano Dávila, a su servicio. Y debo confesar que he quedado cautivado por su presencia.
Ella mantuvo su expresión inalterable, pero sus ojos parecieron analizar cada palabra. Finalmente, giró levemente hacia el balcón, ignorando mi mano extendida.
—Las palabras bonitas son el arma favorita de los hombres. Pero temo que conmigo no tendrán efecto.
La seguí, permitiendo que el silencio entre nosotros hablara más que cualquier frase.
En el balcón, la brisa fresca levantaba ligeras ondas en su vestido. Apoyó ambas manos sobre el barandal, su postura erguida proyectaba confianza, pero sus dedos jugueteaban sutilmente con la tela.
—No busco convencerla con palabras, señorita. Sería un error pensar que alguien como usted puede ser conquistada tan fácilmente.
Ella se volteó, arqueando una ceja.
—Es valiente, señor Dávila, aunque no estoy segura de si eso es una virtud o una necedad.
—Tal vez ambas cosas —respondí, inclinándome ligeramente hacia ella—. Pero hay algo en usted que no me permite alejarme.
Por un momento, el viento jugó con un mechón suelto de su cabello, y vi algo en su expresión cambiar. No era rendición, sino un destello de curiosidad. Nathalie no respondió, pero tampoco me despidió. Esa noche no logré un baile, pero sus barreras comenzaron a mostrar pequeñas fisuras.
Ya de vuelta en mi despacho, las gotas de lluvia marcaban el ritmo de mis pensamientos. Aún podía sentir la brisa del balcón, el persistente aroma a perfume de Nathalie, y ese fogonazo imposible cuando sus ojos revelaron algo más que frío. ¿Cómo era posible que, detrás de su actitud a prueba de emociones, se escondiera una rebeldía que no mostró a nadie? Me recargué en mi escritorio, apoyé mis manos sobre la cabeza, tratando de enfocar mi mente en las tareas pendientes, pero era inútil.
La imagen de ella, con su vestido ele y su paso firme, se había grabado en mi cabeza. Con un suspiro, me levanté y caminé hacia la ventana. La lluvia caía sin cesar, tan implacable como mi terquedad por alcanzarla.
Decido que esta noche jugaré mi última carta en el juego del amor y la conquista, y daré el siguiente paso. La invitaré a cenar y dejaré que las barreras caigan, aunque sea solo por unas horas.
Porque aunque Nathalie sea un enigma, no puedo alejarme. Es como si algo más fuerte que la lógica me atara a ella.
Con ese pensamiento, me levanto y escribo la invitación. Por esta noche, dejemos que la indiferencia se vaya, Y que pase lo que tenga que pasar,
pienso, mientras mi pluma desliza las palabras con la misma esperanza que la lluvia deja tras de sí: la promesa de un nuevo amanecer.
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Editado: 10.02.2025