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El mundo murió un día cualquiera.
No hubo aviso, ni cuenta regresiva. Solo un silencio tan denso que incluso el viento dejó de soplar.

De eso hacía ya diecisiete años.

Kaia Varden nació después del fin, en un mundo donde los nombres de las ciudades se borraron del mapa y las estrellas se convirtieron en rumores. Los viejos decían que antes el cielo era azul y el mar no olía a óxido. Kaia no les creía.
Nunca había visto un color que no fuera gris.

El amanecer se arrastraba sobre los restos de lo que alguna vez fue una autopista. Torres corroídas, autos enterrados bajo tierra y raíces que se abrían paso entre el metal. Kaia caminaba sola, con el arco colgado del hombro y una mochila que pesaba más de lo que valía.

El mundo exterior no era amable.
Nadie lo era.

A cada paso, el polvo se levantaba como una niebla viva. Se decía que el aire estaba contaminado, que las partículas traían fiebre o locura. Kaia lo sabía bien: había visto a la gente del Sector 9 enfermar y olvidar sus nombres, volverse algo que ya no era humano.

A veces, en las noches más silenciosas, escuchaba sus gritos resonar entre los escombros.

Pero esa mañana algo cambió.

El cielo, normalmente inmóvil, tembló. Un destello verde cruzó las nubes —una línea fugaz que se perdió detrás de las montañas.
Kaia se detuvo, entrecerrando los ojos. No era un rayo. No era fuego.
Era una señal.

“¿Qué demonios fue eso?” susurró.

Por primera vez en meses, sintió un cosquilleo en el pecho: miedo mezclado con curiosidad.
El tipo de sensación que solía preceder a algo importante.
O a una tragedia.

Ajustó la bufanda que cubría su rostro y comenzó a correr.
El viento le azotaba la cara, levantando su cabello oscuro.
El arco golpeaba su espalda a cada zancada.
El polvo ardía en sus pulmones.

Pero nada la detendría.
Porque si ese destello era lo que creía… entonces alguien más estaba vivo.
Y tal vez, solo tal vez, ese alguien tenía las respuestas que ella buscaba.