El viento arrastraba cenizas como si fueran nieve. Pequeñas partículas grises se elevaban desde los escombros y caían lentamente sobre lo que alguna vez fue una ciudad. Ahora, solo quedaban los esqueletos de los edificios, torres torcidas que apuntaban a un cielo sin color.
Luna caminaba entre ellos con paso firme, aunque cada sonido —cada crujido bajo sus botas— parecía un rugido en aquel silencio inmenso. En su mochila llevaba apenas lo necesario: una botella medio vacía de agua, un cuchillo oxidado y una foto doblada en cuatro. La imagen estaba casi borrada, pero aún podía distinguir los rostros. Su familia. O lo que quedaba de su memoria de ellos.
No recordaba con exactitud cuándo el mundo se había derrumbado. Algunos decían que había sido una guerra, otros, una enfermedad. Ella solo sabía que el amanecer ya no tenía luz, solo un resplandor apagado que teñía de rojo las ruinas.
A lo lejos, una torre colapsó, levantando una nube de polvo que la obligó a cubrirse el rostro. Esperó unos segundos, respirando despacio, antes de seguir su camino.
Había aprendido a moverse sin hacer ruido. Los ecos viajaban rápido entre los edificios, y el eco atraía cosas peores que el hambre.
Su destino era el Punto 17, un antiguo refugio que, según los mensajes de radio, todavía estaba activo. Kai le había dicho que la esperaría allí si algo salía mal. Y, como casi siempre, algo había salido mal.
El sol asomaba entre las grietas de las nubes cuando escuchó un ruido detrás de ella.
Un paso. Luego otro.
Se giró de inmediato, apuntando con su cuchillo.
—¿Quién está ahí?
Solo el viento respondió, arrastrando una lata vacía por el suelo. Luna exhaló despacio, pero no bajó la guardia.
Continuó avanzando, cruzando un puente medio derrumbado. Abajo, el río se había convertido en un cauce seco cubierto de polvo blanco. A mitad del puente, vio algo que la hizo detenerse: una marca pintada en rojo sobre el cemento. Un círculo con tres líneas cruzadas.
—Otra vez ese símbolo… —susurró.
Los había visto antes, en las paredes, en los refugios abandonados, incluso en los cadáveres. Nadie sabía realmente quién lo usaba, pero los rumores hablaban de un grupo: Los Hijos del Amanecer. Fanáticos. Guerreros. Asesinos.
El aire cambió.
Luna lo sintió en la piel antes de escucharlo: un zumbido bajo, constante, metálico. Se escondió tras un bloque de concreto y levantó la vista. A lo lejos, sobre las ruinas, un dron flotaba, su ojo rojo barriendo el horizonte.
Se agachó. Contuvo el aliento.
El dron pasó lento, como si olfateara el aire, y luego se alejó.
Solo entonces se permitió respirar.
Sabía lo que eso significaba: alguien estaba rastreando movimientos humanos. Y en ese mundo, alguien casi siempre significaba enemigo.
Cuando el silencio regresó, el peso del vacío cayó otra vez sobre ella.
Luna recordó lo que Kai siempre decía: “El silencio es un arma. Si no sabes usarlo, te mata”.
Apretó el cuchillo en su mano y siguió caminando.
El paisaje se volvía cada vez más hostil. Las paredes estaban cubiertas de hollín, y el suelo, de fragmentos de vidrio y metal. Se detuvo frente a un mural casi borrado: un niño sosteniendo una flor. Bajo él, una frase que aún se podía leer:
“Recuerda lo que fuimos.”
Luna pasó los dedos sobre las letras.
—No… —murmuró—. Recuerda lo que quedó.
El rugido de un trueno la interrumpió. Miró al cielo; las nubes se arremolinaban con un color gris violáceo. Tormenta. De las malas.
Corrió hasta el edificio más cercano y forzó la puerta. Dentro, el aire estaba denso, húmedo, cargado de polvo. Se adentró con la linterna encendida, iluminando un pasillo estrecho lleno de muebles volcados.
Había huellas recientes en el suelo.
Antes de que pudiera reaccionar, una sombra se movió frente a ella. Luna giró la linterna y alzó el cuchillo, lista para atacar.
—Tranquila —dijo una voz masculina—. Soy yo.
Luna exhaló con alivio.
—Kai…
El chico apareció entre las sombras. Estaba cubierto de polvo, el cabello revuelto y una herida fresca en la ceja.
—Pensé que no lo lograrías —dijo él.
—Pensé lo mismo de ti —respondió ella con una media sonrisa.
Kai cerró la puerta y bajó la linterna.
—Están cerca. Los Hijos. Los vi moverse por el sector sur. Si el dron te vio, vendrán.
—No me vio —respondió ella, aunque no estaba del todo segura.
Kai asintió, pero sus ojos mostraban duda.
—Tenemos que llegar al Punto 17 antes del anochecer. No quiero pasar otra noche afuera.
—Yo tampoco.
Subieron juntos las escaleras del edificio, buscando una salida por la parte superior. Desde allí, la vista era desoladora: kilómetros de ruinas, humo elevándose en la distancia y el amanecer extendiéndose como una herida abierta.
—¿Alguna vez pensás en cómo era antes? —preguntó Luna, sin apartar la vista del horizonte.
Kai se encogió de hombros.
—No. Pensar en lo que fue duele más que lo que es.
Ella sonrió apenas.
—Eso es lo más triste que te escuché decir.
Un silencio pesado cayó entre ambos.
Luna miró la foto en su mano una vez más, doblada, desgastada, casi irreconocible.
No sabía por qué la seguía cargando. Tal vez porque, en un mundo que había olvidado todo, ella necesitaba recordar.
Un sonido la sacó de sus pensamientos.
El zumbido regresó.
Kai alzó la vista.
—No puede ser…
El dron estaba sobre ellos.
Una luz roja los iluminó y una voz robótica retumbó en el aire:
“Identificación detectada. Objetivo confirmado.”
Luna corrió sin pensar. Kai la siguió. Saltaron de un techo al otro, esquivando disparos de energía que explotaban detrás de ellos.
El aire se llenó de humo y fuego.
Luna cayó, rodando por el suelo, con un corte en la mejilla. Kai la ayudó a levantarse.
—¡Por acá! —gritó él.
Se lanzaron dentro de una ventana rota y cayeron en una habitación destruida.
El dron seguía rondando afuera, buscando.