El sol apenas lograba filtrarse entre las nubes de ceniza cuando Nara despertó. La bruma anaranjada cubría todo el horizonte como un velo tóxico, y por un momento pensó que seguía soñando. El frío del suelo la devolvió a la realidad. Dormir en las ruinas nunca era cómodo, pero había aprendido a hacerlo con un ojo abierto. En el mundo que quedaba, los peligros no avisaban.
Se incorporó despacio, con el cuchillo improvisado todavía en la mano. Las sombras se movían entre las columnas derruidas del antiguo centro comercial. No era viento. Eran ellos otra vez… los merodeadores. Gente que había olvidado lo que era la humanidad y vivía saqueando lo poco que quedaba.
Nara contuvo la respiración, agazapada detrás de un mostrador roto. Uno de los hombres pasó a pocos metros de ella, con un arma hecha de tubos y alambre. Su olor a humo y grasa quemada llenó el aire. Esperó. Tres segundos. Cuatro. Cuando el grupo se alejó hacia el otro extremo del edificio, corrió hacia las escaleras que llevaban al nivel inferior.
El sonido de sus pasos resonó como un eco hueco. Cada pasillo era un recuerdo distorsionado del mundo que alguna vez existió: vitrinas vacías, maniquíes derretidos, carteles que aún prometían descuentos. “Todo debe irse”, decía uno cubierto de polvo. Iba a reírse de la ironía, pero el ruido de un vidrio quebrándose la hizo detenerse en seco.
—¿Quién anda ahí? —susurró.
Nadie respondió, pero un eco suave rebotó entre las paredes. “Nara...”. Su nombre. Lo escuchó claro, como si alguien la hubiera llamado. Se giró bruscamente, cuchillo en alto. Nada. Solo la oscuridad respirando.
Desde que el mundo se quebró, a veces creía escuchar voces. Decían que la radiación, o lo que fuera que flotaba en el aire, afectaba la mente. Pero Nara estaba segura de algo: no todas las voces venían de su cabeza.
El eco volvió, más suave esta vez, proveniente del subsuelo. “Ven…”
Nara apretó los dientes. Si algo había aprendido en los últimos meses, era que el miedo no salvaba a nadie. Así que descendió. Cada escalón crujía bajo sus botas, y la oscuridad la envolvía como un manto húmedo.
Al llegar al fondo, descubrió una puerta metálica semiabierta. Un símbolo estaba grabado sobre ella: un círculo con tres líneas cruzadas. Lo había visto antes… en el mapa que guardaba su madre.
—No puede ser —murmuró.
Empujó la puerta, que se resistió con un chirrido agudo. Detrás, una sala pequeña iluminada por la luz tenue de una batería vieja. Había estantes llenos de frascos, papeles deshechos y una consola empolvada. En el centro, una cápsula de vidrio agrietada.
Nara se acercó, sin apartar la mirada. Dentro había un registro holográfico, un dispositivo de datos que parecía milagrosamente intacto. Lo levantó con cuidado. En la pantalla parpadeaban las letras:
“Proyecto Amanecer – Sección 3”
El corazón le dio un vuelco. Su madre le había contado sobre ese proyecto, antes de morir. Decía que fue el último intento del gobierno para revertir la destrucción del planeta. Un proyecto que, según todos, había fracasado… o nunca existió.
Con manos temblorosas, encendió el dispositivo. Un rostro apareció proyectado en el aire. Era una mujer de cabello oscuro y mirada cansada.
> “Si alguien encuentra esto… significa que no logramos detenerlo. Las ciudades están cayendo una por una. El Proyecto Amanecer debía ser nuestra redención, pero algo salió mal. Los infectados evolucionan. Ya no son humanos. Si estás escuchando esto, no confíes en nadie. No en el Consejo. No en las colonias. Y, sobre todo… no en los que digan haber sobrevivido desde el norte.”
La proyección se distorsionó y se apagó. Nara se quedó inmóvil.
El Consejo. El mismo grupo que controlaba las comunicaciones, las rutas seguras y los suministros. Los mismos que habían prometido “reconstruir” la civilización.
—Nos mintieron —susurró.
El suelo tembló. Un golpe seco hizo vibrar las paredes. Nara guardó el registro en su mochila y corrió hacia la salida. Al llegar al nivel superior, vio las sombras acercarse otra vez. Los merodeadores habían regresado.
El primero la vio. Gritó.
Ella no esperó. Saltó sobre el mostrador, rodó y lanzó su cuchillo directo al cuello del segundo. Sangre. Gritos. Disparos. Corrió sin mirar atrás, esquivando escombros, sintiendo el calor del fuego que uno de ellos había encendido para iluminar.
Salió al exterior justo cuando el techo se desplomaba. La explosión levantó polvo y ceniza, pintando el amanecer de rojo. Tosió, con el corazón golpeando su pecho como un tambor.
El aire olía a hierro y miedo. Pero entre el humo, pudo ver algo en el horizonte: una columna de humo blanco, recta, como una señal.
—¿Una fogata… o una trampa? —pensó.
De cualquier modo, tenía que averiguarlo. Ajustó las correas de su mochila, recogió su cuchillo del suelo y comenzó a caminar. Detrás de ella, el eco de la explosión se extendió por el valle, repitiendo su propia determinación.
No iba a rendirse. No ahora.
Porque si el Proyecto Amanecer existía… tal vez aún quedaba una oportunidad para el mundo.
Y para ella.