El camino hacia el norte era una herida abierta en la tierra. Las carreteras, antes repletas de autos y vida, ahora eran cementerios de metal oxidado. Nara caminaba entre los restos, su respiración marcada, el aire denso y cargado de ceniza. El amanecer apenas se insinuaba entre el humo; el sol era un disco anaranjado detrás de un velo gris.
La columna de humo blanco seguía alzándose a lo lejos, constante. No era natural. No era una hoguera común. Había algo… organizado en ella.
“Los del norte”, recordó. Las palabras del mensaje holográfico aún resonaban en su mente.
No confíes en los que digan haber sobrevivido desde el norte.
Pero si había una oportunidad, si había gente viva, tenía que verla por sí misma.
El viento sopló fuerte, levantando polvo y haciendo que el aire cantara entre los hierros retorcidos. Nara se cubrió el rostro con una bufanda raída y continuó caminando. Horas después, cuando el sol ya se había elevado lo suficiente para calentar las ruinas, escuchó algo. Voces.
Se agachó detrás de un viejo autobús. A lo lejos, un grupo de personas avanzaba por el camino, armadas y con mochilas pesadas. Eran jóvenes, casi todos de su edad, con rostros marcados por el cansancio pero con una energía distinta: determinación.
En el pecho, algunos llevaban el mismo símbolo que había visto grabado en la puerta metálica: un círculo con tres líneas cruzadas.
El símbolo del Proyecto Amanecer.
—No puede ser… —murmuró Nara, incrédula.
Uno de ellos giró la cabeza en su dirección. Sus ojos, claros y afilados, la vieron antes de que pudiera esconderse.
—¡Eh, tú! —gritó.
Nara corrió.
Saltó sobre un coche volcado, esquivó los restos de un muro y se adentró en lo que parecía un antiguo barrio. Las calles estaban cubiertas de polvo y raíces secas. Escuchó pasos detrás de ella. Tres, quizás cuatro. Eran rápidos.
Cuando dobló una esquina, una sombra se interpuso en su camino.
Una figura alta, encapuchada, la apuntaba con un arco improvisado.
—No te muevas —dijo una voz masculina.
Nara levantó las manos, jadeando.
—No quiero problemas.
—Nadie los quiere —respondió él, bajando apenas el arco—. Pero parece que siempre los encontramos. ¿Quién eres?
—Nara. Estoy… sola.
El chico la observó en silencio. Luego bajó la capucha. Tenía el cabello negro, los ojos color ámbar y una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda.
—Yo soy Kael. —Hizo una pausa—. Y estás en territorio de los Hijos del Amanecer.
—¿Eso qué significa? —preguntó ella, manteniendo la guardia.
—Significa —respondió otra voz femenina detrás de Nara— que si hubieras dado un paso más, estarías muerta.
Nara se giró. Una chica de cabello cobrizo, piel marcada por la suciedad del camino y una mirada intensa sostenía un rifle oxidado.
—Tranquila, Lyra —dijo Kael—. No parece una amenaza.
—Todos parecen inofensivos hasta que te apuñalan por la espalda —replicó Lyra, sin bajar el arma.
Nara respiró hondo.
—Encontré algo… algo que creo que les pertenece. —Sacó lentamente el registro holográfico de su mochila y lo sostuvo frente a ellos—. Había una grabación. Hablaba del Proyecto Amanecer.
Kael entrecerró los ojos.
—¿Dónde lo encontraste?
—En un refugio, bajo el distrito sur. Había una cápsula… y ese símbolo.
El silencio se volvió pesado. Lyra bajó el rifle, apenas.
—Síguenos —ordenó Kael, señalando con el arco—. Te llevaré con alguien que querrá oír eso.
Nara dudó. Pero no tenía muchas opciones. Así que los siguió.
Caminaron durante más de una hora hasta llegar a lo que alguna vez fue una estación de tren. El techo estaba colapsado, pero las paredes aún resistían. Dentro, había una docena de jóvenes, todos con el mismo símbolo pintado en el brazo o el pecho. Algunos limpiaban armas, otros cocinaban lo que parecían ser raciones enlatadas.
Era una comunidad, pequeña pero real.
Una mujer se levantó cuando entraron. Era mayor que los demás, tal vez de treinta y pocos años, con un aire de mando.
—Kael, ¿qué traes? —preguntó.
—Dice haber encontrado un registro del Proyecto —respondió él, señalando a Nara—. Y tenía esto.
Nara extendió el dispositivo. La mujer lo tomó con cautela.
—Soy Eira, líder de este grupo —dijo con voz firme—. ¿Dónde dijiste que lo hallaste?
Nara explicó todo. La sala, la cápsula, la grabación. A medida que hablaba, los demás se acercaban, escuchando con atención. Cuando terminó, Eira asintió lentamente.
—Entonces es cierto… el Proyecto existió. Y tú lo encontraste.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Nara.
Kael sonrió apenas.
—Somos los que aún creemos que el amanecer puede volver —dijo.
Lyra añadió:
—Los llamamos Hijos del Amanecer porque juramos reconstruir el mundo. Lo que los antiguos destruyeron, nosotros lo haremos renacer.
Eira activó el registro. El holograma volvió a proyectar la grabación: la mujer del pasado, su voz desesperada, su advertencia sobre el norte. Cuando la imagen se desvaneció, el silencio llenó la estación.
—Sabíamos que el Consejo ocultaba algo —murmuró Eira—. Pero si el norte está contaminado, y ellos siguen enviando gente allí…
Kael golpeó la mesa.
—Nos están mintiendo. Usan el miedo para mantenernos bajo control.
—Y si esa grabación es real —dijo Lyra—, entonces los infectados no son solo víctimas… están evolucionando.
Nara los observó en silencio. Por primera vez desde hacía meses, no se sentía sola. Pero también entendió que había cruzado una línea: lo que había descubierto no era un simple secreto. Era una verdad peligrosa.
Eira la miró con seriedad.
—Si encontraste esto, el Consejo te querrá muerta. Y ahora que estás aquí, eso nos incluye a todos.
Nara apretó el puño.
—Entonces tendrán que venir por nosotros.
Kael sonrió de lado.
—Bienvenida a los Hijos del Amanecer.
Afuera, el cielo comenzaba a oscurecer. Las nubes se tornaban rojas, como si el mismo sol ardiera desde dentro. En la distancia, un zumbido bajo comenzó a escucharse… un sonido metálico, constante, que hacía vibrar el suelo.