El desierto era un océano de polvo.
No había horizonte, solo una extensión infinita de ceniza blanca que devoraba los pies con cada paso. El viento soplaba sin descanso, arrastrando granos finos que cortaban la piel como agujas.
A lo lejos, una tormenta eléctrica rugía sobre las ruinas del norte, tiñendo el cielo de tonos violetas y plateados.
Nara avanzaba al frente, envuelta en una bufanda raída. La tela olía a humo y a viaje.
Kael caminaba detrás de ella, cargando el núcleo y las pocas provisiones que les quedaban. Eira se apoyaba en un bastón improvisado, la herida de su pierna aún sin sanar del todo. Lyra cerraba la marcha, siempre con el rifle preparado, observando el horizonte como si esperara que el desierto mismo les disparara.
—¿Cuánto falta? —preguntó Kael, ajustándose la mochila.
Eira revisó el mapa holográfico.
—Si las coordenadas no mienten, unas seis horas. Pero el calor aumentará.
—Perfecto —murmuró Lyra con sarcasmo—. Moriremos rostizados antes de llegar.
Nara no respondió.
Desde que salieron de los túneles, su mente no había vuelto a estar en silencio.
Una vibración sutil resonaba dentro de ella, un pulso metálico, como si algo —o alguien— la llamara desde el norte.
A veces creía escuchar palabras, fragmentos distorsionados en su cabeza:
“Regresa al origen. Reinicia el amanecer.”
Se detuvo un momento.
Kael se acercó, preocupado.
—¿Otra vez lo sentiste?
Ella asintió sin mirarlo.
—Más fuerte cada hora. Como si el lugar supiera que me acerco.
Kael se quitó la bufanda, ofreciéndosela.
—Entonces que sepa esto también —dijo, sonriendo apenas—. No te tendrá sin pelear.
Nara sonrió débilmente y siguieron caminando.
El terreno comenzó a cambiar. Entre la ceniza, empezaron a surgir restos de estructuras: torres caídas, postes doblados, vehículos medio enterrados en polvo. El aire olía a óxido y electricidad vieja.
Lyra levantó la vista hacia una torre fracturada.
—Esto debió ser una ciudad antes del colapso.
—Tal vez el epicentro —respondió Eira—. Donde comenzó todo.
Al pasar junto a una pared derruida, Nara notó algo. Grabados. Símbolos idénticos a los del laboratorio.
Se acercó y pasó los dedos sobre las marcas.
—Es el mismo lenguaje que vi en mis sueños —susurró.
Kael se acercó.
—¿Sueños o recuerdos?
—No lo sé —dijo ella con un hilo de voz—. Pero algo me dice que… he estado aquí antes.
Eira se giró hacia ella.
—Eso confirmaría lo que pensamos. Puede que el Proyecto no solo manipulara tu memoria, sino que la reiniciara múltiples veces. Tu mente podría haber vivido cientos de vidas antes de esta.
Nara sintió un vértigo extraño.
—Entonces… ¿quién soy en realidad?
Nadie respondió.
Solo el viento, silbando entre los restos de una era perdida.
Caminaron en silencio por varias horas más. El sol se alzó hasta volverse insoportable. Las sombras desaparecieron, y el aire parecía vibrar con calor.
Cuando finalmente se detuvieron bajo el esqueleto de un viejo puente, Kael desplegó una manta metálica sobre el suelo y se sentaron a descansar.
Lyra abrió una lata con el cuchillo.
—Última comida antes de que lleguemos.
Kael frunció el ceño.
—Entonces come despacio.
—Ni lo dudes —replicó ella, medio sonriendo.
Eira permanecía callada, observando el horizonte.
—No hay señales del Consejo desde hace días.
—Tal vez se rindieron —dijo Kael.
—O tal vez esperan a que lleguemos —respondió Nara sin apartar la mirada del norte.
El viento cambió. Una brisa fría recorrió el desierto, trayendo consigo un olor distinto: humedad, metal, y algo más… eléctrico.
El cielo empezó a nublarse. La tormenta del norte se acercaba.
—Tenemos que movernos ya —ordenó Eira—. Si esa tormenta nos alcanza, no sobreviviremos.
Guardaron todo a prisa y retomaron la marcha.
Los truenos se acercaban. La luz del cielo era tan intensa que hacía parecer que el mundo ardía de nuevo.
Mientras avanzaban, el pulso en la cabeza de Nara se intensificó. Las voces eran más claras ahora, femeninas, casi susurrando directamente en su oído:
> “Despierta, Serie N.A.R.A.
El amanecer aguarda tu regreso.”
Cayó de rodillas.
Kael corrió hacia ella.
—¡Nara! ¿Qué pasa?
—Están… dentro de mi cabeza. —Se llevó las manos al rostro—. No puedo detenerlos.
Eira se arrodilló frente a ella y la sostuvo de los hombros.
—Escúchame. Lo que oyes es una conexión residual. Si resistes, podrías cortar el enlace.
—No puedo… —susurró—. Me están mostrando cosas.
Su cuerpo tembló. En su mente, imágenes fugaces: salas blancas, bisturís, científicos con trajes grises, niños llorando dentro de cápsulas.
Y una mujer de cabello oscuro observándola desde el otro lado del cristal.
La misma voz del registro.
La Dra. Kovaleko.
> “Nara… si sobrevives al colapso, busca el eco del norte.
Allí sabrás por qué existes.”
Los ojos de Nara se abrieron de golpe.
—¡Lo sabía! —dijo jadeando—. Ella me dejó una señal. La doctora. Quería que llegara aquí.
Kael la ayudó a levantarse.
—Entonces no fue el Consejo quien activó el protocolo. Fue ella.
Eira la miró con una mezcla de asombro y miedo.
—Tal vez no querían destruirte, Nara… tal vez querían que completaras algo.
El cielo rugió con un trueno tan fuerte que la tierra tembló bajo sus pies.
Lyra apuntó hacia adelante.
—¡Miren eso!
A lo lejos, entre la tormenta, una silueta emergía del polvo: una torre de acero ennegrecido, con luces verdes parpadeando en lo alto. A su alrededor, estructuras hundidas en la arena, conectadas por cables y antenas.
El complejo del norte.
El corazón del Proyecto Amanecer.
Nara sintió el pulso en su mente volverse un latido.
Ya no eran solo voces. Eran recuerdos.
Y la certeza de que lo que la esperaba ahí no era una simple verdad…
era su origen.