Cenizas del amanecer

Capítulo 10

El amanecer llegó sin gloria.
Un cielo de un gris enfermizo se extendía sobre el valle, teñido de un rojo que no pertenecía al sol, sino al fuego que aún ardía en la distancia. Luna se sentó entre los restos del campamento, con las rodillas cubiertas de ceniza. El viento arrastraba las últimas brasas, y cada chispa parecía recordarle los gritos de la noche anterior.

Kai dormía recostado contra una pared derrumbada. Su respiración era pesada, pero viva.
Luna lo observó un momento. Había sangre seca en su mejilla, una línea delgada que bajaba hasta su cuello. Ella había querido curarlo en cuanto todo terminó, pero él insistió en que se durmiera primero. “Si no descansás, no vas a poder pelear mañana”, le dijo con una sonrisa cansada.
Pero no hubo descanso. No después de lo que vieron.

Los Hijos del Amanecer habían tomado la torre de vigilancia.
La vieja estructura que marcaba el límite del valle ahora era una antorcha, una señal visible desde kilómetros: una advertencia.
No habría refugio. No habría retorno.

Luna se levantó lentamente, estirando los músculos entumecidos por el frío. Cada paso sobre la tierra ennegrecida crujía, como si el suelo mismo gimiera bajo su peso. A lo lejos, el río —el único curso de agua que aún no se había secado— reflejaba la luz anaranjada del incendio.
Era hermoso. Y aterrador.

—Se están moviendo —dijo una voz detrás de ella.

Iris apareció entre las sombras, con su arco en la espalda y los ojos encendidos por la vigilia. No había dormido. Tal vez no podía.
Luna asintió, sin mirarla.

—Lo sé.
—Entonces tenemos que irnos antes de que crucen el puente.
—¿Y a dónde? —preguntó Luna.
—Al norte. Siempre hay algo al norte.

Luna soltó una risa breve, incrédula.
El norte era una idea vieja, un rumor que corría entre los sobrevivientes: una zona aún verde, donde el suelo podía cultivarse y el aire no mataba. Nadie lo había visto. Nadie que viviera lo suficiente para contarlo.

—El norte no existe —susurró Luna.
—Tampoco este amanecer —respondió Iris—. Y, sin embargo, sigue saliendo.

Luna la miró entonces. Había una dureza en ella que no conocía antes, una decisión fría que venía del miedo y de la pérdida. Tal vez era eso lo que las mantenía en pie.
El miedo.
El deseo de no morir sin haber entendido por qué el mundo se rompió.

Kai despertó poco después, alertado por el sonido del viento o tal vez por el silencio incómodo entre las dos. Se frotó los ojos, se incorporó con dificultad y miró alrededor.

—¿Cuánto tiempo dormí?
—Unas horas —dijo Luna.
—¿Ellos?
—Vendrán pronto.

Kai apretó los dientes.
—Entonces no podemos seguir esperando.

Juntos comenzaron a empacar lo poco que quedaba: una mochila, un cuchillo, un mapa quemado en los bordes y un trozo de pan endurecido. El viaje al norte —si realmente había un norte— no prometía nada. Pero quedarse tampoco.

Mientras recogía sus cosas, Luna volvió a mirar la torre ardiendo. En medio del humo, creyó ver algo moverse entre las llamas: figuras humanas que no caían ni gritaban, que simplemente caminaban hacia la nada. Se frotó los ojos. La imagen desapareció.

—¿Lo viste? —preguntó Kai.
Luna dudó.
—No. Solo humo.

Pero había algo en ese humo. Algo que la seguía desde hacía días. Voces. Murmullos entre el viento, fragmentos de palabras que no entendía. Como si alguien —o algo— intentara hablarle desde el otro lado de las ruinas.

Caminaron durante horas. El sol apenas se alzó, oculto por las nubes. La carretera vieja los guió hacia colinas cubiertas de escombros y raíces muertas. Cada tanto, Luna levantaba la vista para asegurarse de que los drones no los seguían.
Desde la caída del sistema, solo algunos de esos aparatos seguían activos, patrullando sin propósito. Máquinas sin dueño, cazando por instinto.

—¿Qué creés que buscan? —preguntó Iris mientras avanzaban.
—Órdenes —dijo Kai.
—¿De quién?
—De nadie. Pero no saben que el mundo cambió.

Luna escuchó la conversación en silencio.
Ella tampoco sabía si el mundo realmente había cambiado. Tal vez solo se había detenido. Tal vez ellos eran los fantasmas atrapados en un amanecer que nunca llegaría.

El sonido de un motor lejano la sacó de sus pensamientos. Se tiró al suelo, haciendo señas a los demás. Un vehículo cruzó el horizonte levantando una nube de polvo.
En el costado del blindaje, un símbolo pintado en rojo: un círculo cruzado por tres líneas. Los Hijos del Amanecer.

—Están buscando sobrevivientes —susurró Iris.
—No. Están cazando —corrigió Kai.

Esperaron inmóviles mientras el vehículo desaparecía entre las colinas. Solo cuando el ruido se desvaneció, Luna se atrevió a levantarse. Su respiración era rápida, temblorosa.
—No podemos seguir así —dijo—. No sin un plan.

Kai la miró.
—Entonces hacé uno.

Ella lo hizo.
Al caer la tarde, llegaron a un viejo túnel ferroviario cubierto de maleza. Era oscuro, húmedo y apestaba a óxido, pero ofrecía refugio. Encendieron una pequeña lámpara de aceite y se sentaron en círculo.
Por primera vez en días, el silencio fue suyo.

—Mi madre hablaba del norte —dijo Iris, rompiendo la calma—. Decía que antes del colapso había una estación de investigación allá arriba. Un sitio donde guardaban semillas, ADN, cosas para “reconstruir” el mundo si todo caía.
—¿Creés que sigue en pie? —preguntó Luna.
—Ignoro si existe. Pero si hay una mínima posibilidad...
—Entonces vale la pena —terminó Kai.

El fuego proyectó sombras en las paredes del túnel. Por un instante, Luna pensó que una de ellas se movía de manera distinta, como si alguien más estuviera con ellos. Se volvió, pero no vio nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Iris.
—Nada —mintió Luna—. Solo… ecos.

El viento entró por el túnel, apagando parte de la llama.
Kai levantó la mirada.
—Si mañana seguimos al norte, ya no hay vuelta atrás.
—Nunca la hubo —dijo Luna.



#163 en Ciencia ficción

En el texto hay: posapocalptico

Editado: 09.11.2025

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