El sol de finales de agosto brilla con fuerza sobre el campus de la Universidad de Willow Creek, Pensilvania, un mosaico de edificios de ladrillo rojo, césped bien cuidado y estudiantes cargando cajas hacia los dormitorios. El aire huele a hierba recién cortada y a la promesa de un nuevo comienzo, con un calor pegajoso que hace que las camisetas se adhieran a la piel. Sofía Ramírez, de 18 años, camina por el sendero principal con una maleta en una mano y una mochila colgada del hombro, sus botas nuevas rozando el pavimento. Su cabello castaño, largo y ondulado, está recogido en una coleta alta que se balancea con cada paso, y sus ojos marrón avellana brillan con una mezcla de nervios y emoción. Lleva una camiseta blanca sencilla, jeans ajustados y un colgante de plata con un pequeño pincel, un regalo de su abuela antes de partir. A su lado, sus padres, Elena y Miguel, caminan con expresiones tensas. Elena, con un vestido floreado recatado y el cabello recogido en un moño apretado, sostiene una bolsa con sábanas nuevas, mientras Miguel, en camisa de vestir y con el ceño fruncido, carga una caja con los útiles de Sofía. Su hermano mayor, Lucas, de 21 años, camina un paso detrás, con una sonrisa relajada. Alto, con cabello oscuro corto y una camiseta de la fraternidad Sigma Chi, lleva una caja bajo el brazo como si no pesara nada.
El dormitorio de primer año, un edificio de tres pisos con ventanas grandes y grafitis desvaídos en las paredes, está lleno de vida. Estudiantes gritan saludos, padres dan instrucciones a gritos, y la música pop resuena desde algún altavoz portátil. Sofía y su familia suben al segundo piso, donde el pasillo huele a pintura fresca y desodorante barato. La habitación 214, la nueva casa de Sofía, es pequeña pero luminosa: dos camas individuales, dos escritorios de madera rayada y un armario que apenas cierra. En una de las camas está tirada una chica, con auriculares puestos y el teléfono en la mano, canturreando una canción de Ariana Grande. Es Riley, la compañera de cuarto de Sofía, una rubia de piel bronceada con un top de lentejuelas, shorts de mezclilla cortos y uñas pintadas de rosa neón. Su lado de la habitación ya está decorado con luces de neón, pósters de festivales de música y una pila de ropa desordenada que grita caos organizado.
—Hola, soy Riley —dice la chica, quitándose los auriculares y levantándose con una sonrisa amplia. Sus ojos azules chispean con energía, y su perfume a vainilla llena el aire. —¡Bienvenida al circo!
Sofía sonríe, encantada por la vibra despreocupada de Riley. Extiende la mano, pero Riley la ignora y le da un abrazo rápido, haciendo que Sofía suelte una risita nerviosa.
—Sofía, un placer —responde, ajustándose la mochila. Sus ojos brillan; ya puede imaginar noches de charlas y aventuras con esta chica.
Elena y Miguel, sin embargo, intercambian una mirada desaprobadora. Elena aprieta los labios, observando los shorts de Riley y el desorden de su lado de la habitación. Miguel carraspea, dejando la caja en el suelo con un golpe seco.
—Sofía, asegúrate de mantener tu espacio ordenado —dice Elena, con un tono que intenta ser suave pero suena como una advertencia. —Y recuerda las reglas: nada de fiestas, nada de alcohol. Estás aquí para estudiar.
Sofía siente un nudo en el estómago. Sus padres, devotos católicos y estrictos, siempre han controlado cada aspecto de su vida: desde la ropa que usa hasta las amigas que elige. Mira a Lucas, buscando apoyo. Él, que conoce de sobra las tensiones familiares, capta la señal al instante. Con una sonrisa traviesa, se aclara la garganta.
—Mamá, papá, ¿por qué no vamos a ver el comedor? —sugiere, guiñándoles un ojo a escondidas a Sofía. —Creo que vi un puesto de café afuera. Podemos dejar que Sofía se instale.
Elena duda, mirando a Riley como si fuera una amenaza ambulante. Miguel frunce el ceño, pero asiente.
—Está bien, pero no tardes en organizarte, Sofía —dice él, señalando la caja. —Y ven a despedirte antes de que nos vayamos.
Lucas guía a sus padres fuera de la habitación, lanzando a Sofía una mirada que dice “te debo una”. La puerta se cierra, y Sofía exhala, aliviada. Riley suelta una carcajada.
—Tus viejos son intensos, ¿eh? —dice, saltando de nuevo a su cama. —Tranquila, aquí nadie te va a vigilar. ¿Lista para la uni?
Sofía asiente, sintiendo una oleada de libertad por primera vez. Mientras desempaca, Riley le cuenta sobre las fiestas en el campus, los bares clandestinos y las noches de karaoke en el pueblo. Sofía, que nunca ha ido a una fiesta sin supervisión, siente un cosquilleo de emoción.
Horas después, los Ramírez están frente al estacionamiento, donde el viejo sedán azul de la familia espera. Elena abraza a Sofía con fuerza, sus ojos húmedos pero severos.
—Compórtate, mija. Estudia mucho —dice, ajustándole el colgante. Miguel le da una palmada en el hombro, su versión de afecto.
—Cuida a tu hermana, Lucas —ordena, mirando a su hijo con seriedad.
Lucas asiente, serio por un momento, antes de guiñar un ojo a Sofía. Los padres suben al coche, y Sofía y Lucas los ven alejarse, el motor rugiendo mientras el sedán dobla la esquina. Cuando el coche desaparece, Lucas pasa un brazo por los hombros de Sofía, su sonrisa volviéndose traviesa.
—¿Lista para tu primera fiesta, hermanita? —pregunta, dándole un apretón. —Sigma Chi organiza una esta noche. Va a ser épica.
Sofía, con el corazón latiendo rápido, sonríe. Siempre ha sido la niña buena, pero ahora, lejos de las reglas de sus padres, siente que puede ser alguien nuevo.
—Totalmente —responde, su voz vibrando con emoción. —¡Vamos a divertirnos!
Esa noche, el campus vibra con energía. La casa de la fraternidad Sigma Chi, un edificio de dos pisos con columnas blancas y luces de colores parpadeando desde las ventanas, está abarrotada. La música retumba, una mezcla de hip-hop y pop que hace temblar el suelo. El aire huele a cerveza, perfume barato y césped húmedo. Sofía, transformada, entra con Riley, sintiéndose audaz. Ha cambiado su camiseta por un top negro ajustado con escote, unos jeans que abrazan sus curvas y botas de tacón. Su cabello, ahora suelto, cae en ondas salvajes sobre sus hombros, y un toque de brillo labial resalta su sonrisa. Riley, con un vestido rojo que apenas cubre lo necesario, la toma de la mano y la arrastra hacia la pista improvisada.
—¡Vamos, Sof! —grita Riley sobre la música, levantando un vaso rojo. —¡A vivir la vida!
Sofía ríe, aceptando un vaso de cerveza que alguien le pasa. El sabor amargo la hace arrugar la nariz, pero bebe de todos modos, sintiendo la adrenalina de hacer algo prohibido. Baila con Riley y un grupo de chicas, sus cuerpos moviéndose al ritmo de la música, las luces estroboscópicas pintando sus rostros de colores. Conoce a chicos que le ofrecen tragos, chicas que la invitan a unírseles en el próximo evento, y hasta un tipo que intenta enseñarle un paso de baile ridículo. Se ríe como nunca, perdiéndose en el caos.
Desde un rincón, Lucas la observa, apoyado contra una pared con una cerveza en la mano. Sus amigos de la fraternidad, un grupo de chicos ruidosos con camisetas de la uni, bromean a su alrededor, pero él los corta con una mirada dura cuando uno menciona a Sofía.
—Ni la mires, ¿entendiste? —dice Lucas, su voz baja pero firme, señalando con el vaso. —Es mi hermana.
Los chicos asienten, riendo, pero respetan la advertencia. Lucas no quita los ojos de Sofía, asegurándose de que esté bien, aunque sonríe al verla tan libre, tan ella misma.
Horas después, Sofía tropieza de vuelta a su dormitorio, sola, con los tacones en la mano y el cabello revuelto. El pasillo está en silencio, salvo por el eco lejano de risas. Se deja caer en su cama, el colchón chirriando bajo su peso, y mira el techo, donde las luces de neón de Riley parpadean suavemente. Su corazón sigue latiendo al ritmo de la música, y una sonrisa se extiende por su rostro. Ha probado la libertad, el caos, la vida universitaria. Siente que este será un gran año, uno en el que descubrirá quién es realmente, lejos de las sombras de sus padres. Cierra los ojos, todavía sonriendo, mientras el campus se aquieta fuera de su ventana.
Editado: 01.09.2025