El sol de finales de agosto brilla con intensidad sobre el campus de la Universidad de Willow Creek, Pensilvania, bañando los edificios de ladrillo rojo y los senderos de grava en una luz dorada que resalta las enredaderas trepando por las paredes. El césped recién cortado brilla bajo el calor pegajoso, y el aire lleva el aroma de hierba, café de un carrito cercano y el dulzor de los pretzels calientes que un vendedor ofrece en la plaza central. Estudiantes corren con mochilas rebotando, otros pasean charlando, sus voces mezclándose con el zumbido de una melodía pop que sale de unos altavoces en el patio. Hojas secas crujen bajo los pies, arrastradas por un viento suave que alivia apenas la humedad del verano tardío. El lago Willow, visible a lo lejos entre sauces llorones, refleja el cielo despejado como un espejo tranquilo.
Sofía Ramírez se despierta temprano en su dormitorio del segundo piso, el chirrido del despertador de Riley cortando el silencio a las 7:00 de la mañana. La luz se cuela por las cortinas finas, iluminando el caos del lado de Riley: ropa amontonada en una silla, un espejo cubierto de pegatinas de corazones y una botella de esmalte rosa derramada en el escritorio. Sofía se estira, sus pies descalzos tocando el suelo frío, y se mira en el pequeño espejo de su lado de la habitación, donde una sola foto de su familia está pegada con cinta adhesiva. Su cabello castaño, largo y ondulado, está revuelto por la noche, y sus ojos marrón avellana brillan con una mezcla de nervios y emoción. Lleva una camiseta gris holgada y pantalones de pijama a cuadros, pero elige un atuendo que la haga sentir confiada para su primer día: una blusa blanca de manga larga remetida en jeans de talle alto, botas negras cortas y su colgante de plata con forma de pincel, un regalo de su abuela. Se recoge el cabello en una coleta alta, dejando mechones sueltos que enmarcan su rostro bronceado, salpicado de pecas. Aplica un toque de brillo labial cereza, agarra su mochila y sale, mientras Riley gruñe desde su cama.
—Sof, ¿cómo estás despierta tan temprano? —masculla Riley, su voz ronca, el cabello rubio enredado como un nido. Lleva un top de pijama rosa y está envuelta en una sábana con estampado de leopardo. —La primera clase es en, qué sé yo, tres horas.
Sofía ríe, ajustándose la mochila. —Quiero explorar un poco. No quiero llegar tarde el primer día.
Riley rueda los ojos, pero sonríe, levantando una mano como despedida. —Nos vemos en el comedor, no te pierdas, ¿eh?
Sofía asiente y sale al pasillo, un torbellino de puertas abriéndose, risas y el eco de una guitarra desafinada. Baja las escaleras, el aire fresco del campus golpeándola al salir del dormitorio. Su primera clase, Introducción al Dibujo, es en el edificio de artes, un espacio moderno con ventanales que reflejan el cielo y un interior que huele a pintura acrílica y madera pulida. El aula está llena de caballetes, lienzos en blanco y mesas con botes de pinceles. La profesora, una mujer de mediana edad con gafas de montura gruesa y un delantal manchado de azul, saluda con entusiasmo, y Sofía se sienta junto a una chica de cabello corto teñido de azul, llamada Mia, que le presta un lápiz cuando el suyo se quiebra en un intento torpe de dibujar un círculo.
—Primer día, ¿verdad? —dice Mia, con una sonrisa cálida, sus pendientes de aro plateados brillando bajo la luz. Su sudadera gris tiene un logo de una banda indie que Sofía no reconoce. —Tranquila, esta clase es un paseo. ¿De dónde eres?
—Del pueblo, aquí mismo —responde Sofía, relajándose ante la amabilidad de Mia. —Pero mis padres eran súper estrictos, así que esto es como… un mundo nuevo.
Mia suelta una risita, y pronto están charlando sobre música alternativa y los rumores sobre los profesores más duros del campus. Cuando la clase termina, Mia invita a Sofía a almorzar con ella y otro chico de la clase, Ethan, un tipo alto y desgarbado con gafas redondas, una camiseta de Star Wars y una mochila llena de cómics que asoman por la cremallera. Los tres caminan hacia el comedor, un edificio grande con paredes de vidrio que reflejan el sol y mesas redondas abarrotadas de estudiantes. El aire dentro es cálido, cargado con el olor a pizza recién horneada, hamburguesas fritas, café y un toque de desinfectante. El ruido es constante: bandejas chocando, risas, conversaciones que se superponen como una sinfonía caótica. Sofía, con una bandeja que lleva una ensalada de pollo, un panecillo y un jugo de naranja, sigue a Mia y Ethan hasta una mesa junto a las ventanas, donde Riley ya está sentada con un grupo de amigos.
—¡Sof! —exclama Riley, levantándose de un salto. Lleva un crop top rosa brillante, jeans rotos y gafas de sol perchadas en la cabeza como una corona. Su energía es contagiosa, y sus uñas pintadas de rosa neón brillan mientras gesticula. —¡Vengan, siéntense! Chicos, esta es mi compañera de cuarto, Sofía, la que arrasó en la fiesta de anoche.
Sofía se sonroja, riendo mientras toma asiento, dejando su mochila en el suelo. Riley presenta a su grupo: Tara, una chica con trenzas largas y una risa que parece llenar la mesa, vestida con una camiseta de tie-dye; Jake, un chico con una gorra de béisbol ladeada que lanza chistes malos sin parar; y Lila, una estudiante de teatro con un piercing en la nariz y un suéter negro que resbala por un hombro, hablando con gestos exagerados. Mia y Ethan se integran rápido, y la mesa se convierte en un caos alegre de conversaciones cruzadas. Tara cuenta cómo se perdió en un festival de música, Ethan admite que una vez se durmió en una clase de matemáticas y despertó con un dibujo de un bigote en su cuaderno, y Riley describe con detalles exagerados cómo se coló en un bar en Filadelfia el verano pasado. Sofía, que nunca ha tenido un grupo de amigos tan vibrante, siente una calidez que le recorre el cuerpo, como si por fin perteneciera a algo.
—¿Y tú, Sofía? —pregunta Tara, inclinándose hacia ella, sus trenzas rozando la mesa mientras toma un sorbo de su refresco. —¿Qué te traes? No pareces la típica chica de pueblo.
Editado: 01.09.2025