Cenizas en el lago

Capítulo 4

Los meses han pasado como un torbellino desde que Sofía Ramírez llegó a la Universidad de Willow Creek. Acción de Gracias trajo una breve visita a casa, donde los sermones de sus padres sobre la responsabilidad chocaron con su nueva libertad. Navidad fue una mezcla de nostalgia y caos, con cenas familiares y noches de películas con Riley en el dormitorio, mientras Fin de Año explotó en una fiesta en la fraternidad Sigma Chi, donde Sofía bailó hasta que sus botas se llenaron de confeti. A través de todo, una constante ha persistido: las miradas cruzadas con Alex Carter. En los pasillos abarrotados del edificio de humanidades, donde él pasa con su chaqueta de cuero y una sonrisa que parece guardar secretos; en la cafetería, donde sus ojos verdes la encuentran desde una mesa ruidosa; o en las fiestas, donde siempre llega con la chica pelirroja, aunque a menudo termina besando a otra en un rincón oscuro. Cada mirada es un pulso eléctrico, breve pero intenso, que deja a Sofía con el corazón acelerado y un nudo en el estómago. Ella intenta ignorarlo, recordando las advertencias de Ethan, pero no puede evitar que sus ojos busquen los de él.
Sofía había comenzado algo con Nate, el gladiador de la fiesta de Halloween. Durante semanas, sus citas fueron un torbellino de risas: paseos por el campus, cafés en el pueblo, besos robados bajo los arces otoñales. Nate, con su sonrisa de deportista y su facilidad para hacerla reír, parecía una apuesta segura. Pero de un día para otro, todo cambió. Nate dejó de responderle, evitó sus mensajes, y cuando se cruzaban en el comedor, bajaba la mirada, como si algo lo intimidara. Una vez, Sofía lo vio hablando con uno de los amigos de Alex, y desde entonces, ha sentido que Nate le tiene miedo a algo —o a alguien. Confundida, decidió dejarlo ir, enfocándose en sus amigos y sus clases, aunque la curiosidad por Alex crecía como una sombra.
Es un domingo de finales de enero, y el invierno ha cubierto Willow Creek con un manto de frío cortante. El cielo está gris, con nubes bajas que amenazan nieve, y el aire huele a hielo y pino. El lago Willow, un lugar que Sofía ha amado desde niña, está tranquilo, sus aguas oscuras reflejando los sauces desnudos que lo rodean. Las ramas crujen bajo el viento, y el suelo está cubierto de hojas secas y parches de hielo fino. Sofía ha venido aquí desde pequeña con sus padres, sentada en una manta mientras su madre leía y su padre pescaba. Ahora, sola, encuentra consuelo en su lugar favorito: una roca plana junto al borde del agua, desgastada por años de visitas, con vistas al lago y las colinas lejanas. Está sentada allí, envuelta en un abrigo negro grueso, una bufanda gris enrollada al cuello y botas forradas que crujen contra la grava. Su cabello castaño, suelto bajo un gorro de lana, ondea con el viento, y sus mejillas están rosadas por el frío. En sus manos sostiene su cuaderno de bocetos, las páginas llenas de dibujos de paisajes y rostros. Está dibujando el lago, capturando la curva de los sauces y el reflejo del cielo gris, su lápiz moviéndose con trazos precisos mientras tararea una melodía suave, el aliento formando nubes blancas en el aire.
El crujido de pasos sobre las hojas secas rompe su concentración. Sofía alza la vista, su lápiz deteniéndose, y su corazón da un vuelco al ver a Alex Carter acercándose. Lleva una chaqueta de cuero negra, un suéter gris desgastado y jeans oscuros, sus botas dejando huellas en la tierra helada. Su cabello oscuro está despeinado, con mechones cayendo sobre su frente, y sus ojos verdes brillan bajo la luz pálida del invierno, como si absorbieran el paisaje. Sofía se pone de pie de un salto, sorprendida, y su cuaderno cae al suelo con un golpe sordo, las páginas abiertas mostrando su dibujo a medio terminar. Alex se detiene, lo recoge con una mano, sus dedos rozando el papel, y lo examina, su mirada recorriendo los trazos del lago y los sauces.
—No está mal —dice, su voz baja y ligeramente ronca, con un toque de diversión. Levanta los ojos hacia ella, y una sonrisa torcida curva sus labios, haciendo que el frío parezca desvanecerse por un momento. —Tienes talento.
Sofía siente el calor subirle a las mejillas, a pesar del viento helado. Se acerca rápidamente y le quita el cuaderno de las manos, aferrándolo contra su pecho como si temiera que se escapara. Su corazón late con fuerza, y sus dedos tiemblan mientras aprieta el cuaderno, las uñas marcando el cuero de la tapa.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, su voz más aguda de lo que pretendía, intentando sonar casual pero traicionada por el nerviosismo. —Y… ¿cómo conoces este lugar?
Alex se encoge de hombros, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta. Su mirada se desvía hacia el lago, las aguas quietas reflejando las nubes grises como un cuadro roto. —Vengo aquí a veces —dice, con un tono que parece esconder más de lo que revela. —Es un buen lugar para pensar. O para no pensar.
Sofía frunce el ceño, todavía aferrando su cuaderno, sus botas crujiendo contra la grava mientras da un paso atrás. El viento le revuelve el cabello, pegando un mechón a su mejilla, y lo aparta con un gesto rápido. No sabe qué decir; la presencia de Alex, tan cerca, tan real, es abrumadora. Durante meses, han sido solo miradas, instantes robados en pasillos y fiestas, pero ahora él está aquí, a pocos pasos, y el aire entre ellos se siente cargado, como antes de una tormenta.
Alex vuelve a mirarla, sus ojos verdes recorriendo su rostro con una intensidad que la hace estremecer. Da un paso hacia ella, acortando la distancia, y el crujido de las hojas bajo sus botas resuena en el silencio. Sofía siente que el espacio entre ellos se encoge, el frío del lago desvaneciéndose bajo el calor de su cercanía.
—Con esta luz, en este lugar —dice Alex, su voz baja, casi un susurro, mientras da otro paso, ahora tan cerca que ella puede oler el cuero de su chaqueta y un leve rastro de tabaco—, estás más hermosa que nunca. Y eso es peligroso.
Sofía traga saliva, su respiración formando nubes rápidas en el aire. Sus ojos marrón avellana se alzan hacia él, pues Alex es más alto, obligándola a inclinar la cabeza. Su corazón late tan fuerte que teme que él lo escuche. ——¿Qué quieres decir? —pregunta, su voz temblando, apenas audible sobre el viento que silba entre los sauces.
Alex no responde. Sus ojos se oscurecen, fijos en los de ella, y sin previo aviso, levanta una mano, sus dedos fríos rozando la mejilla de Sofía. El contacto es eléctrico, y ella se queda inmóvil, el cuaderno apretado contra su pecho como un escudo. Él se inclina, acortando la última distancia, y sus labios se encuentran con los de ella en un beso lento, profundo, que parece detener el tiempo. El frío del invierno, el crujir de las hojas, el murmullo del lago —todo desaparece. Solo queda la calidez de su boca, la presión de sus dedos en su rostro, y el latido desbocado de su corazón. Sofía, atrapada en el momento, siente que el mundo se desvanece, dejando solo a Alex y el beso que, como el lago, es hermoso pero peligroso.




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