La primavera ha transformado Willow Creek, Pensilvania, en un espectáculo de vida. Los arces del campus de la universidad, que en invierno eran esqueletos desnudos, ahora están cargados de hojas verdes brillantes, y los senderos de grava están salpicados de pétalos rosados de los cerezos en flor. El aire cálido lleva un dulzor floral, mezclado con el aroma a césped recién cortado y el café que los estudiantes sostienen en vasos de cartón mientras corren entre clases. Es la temporada de exámenes, y el campus bulle con una energía frenética: estudiantes apiñados en la biblioteca, con ojeras y pilas de libros; grupos repasando apuntes bajo los árboles; y el zumbido constante de calculadoras y teclados. Pero las noches son un escape, con fiestas que estallan en las fraternidades, donde la música y las risas ahogan el estrés.
Sofía Ramírez, ahora instalada en la casa de la fraternidad Kappa Delta, ha encontrado su hogar. Unirse a la fraternidad fue un impulso, alentado por sus amigas Riley, Tara y Mia, que también se mudaron a la casa, un edificio de ladrillo blanco con columnas y un porche lleno de sillas desparejas. Ethan y Jake, aunque no viven allí, son parte inseparable del grupo. La vida en la fraternidad es un torbellino: charlas nocturnas con pizza, sesiones de estudio que terminan en risas, y noches de karaoke improvisado con canciones pop a todo volumen. Riley, con su risa explosiva, finalmente conquistó a Lucas, el hermano de Sofía, y ahora los dos son inseparables, siempre robándose besos en las fiestas o riendo en el comedor. Tara y Mia, cuya chispa encendió un beso en Halloween, son el alma romántica del grupo, siempre acurrucadas en un sofá, sus manos entrelazadas mientras planean escapadas de fin de semana. Ethan, con su humor mordaz y su pasión por los cómics, está saliendo con un estudiante de música que toca el saxofón, y los dos discuten sobre bandas indie en el patio de la fraternidad. Jake, con su gorra de béisbol ladeada, ha comenzado a salir con Sarah, una pelirroja de Kappa Delta que ríe con sus chistes malos. Sofía, sin embargo, no entiende por qué los chicos parecen evitarla últimamente. Desde que Nate cortó contacto tras sus citas en otoño, otros chicos en el campus dudan antes de hablarle, como si una sombra invisible los mantuviera a distancia.
El beso con Alex Carter en el lago, aquel domingo de enero, sigue grabado en la mente de Sofía. El frío del invierno, el crujir de las hojas, la calidez de sus labios contra los suyos —todo es vívido. Cuando volvió en sí, el shock la golpeó, y su mano voló hacia la mejilla de Alex, dándole una bofetada que resonó en el silencio del lago. Él no se inmutó; solo sonrió, con esa sonrisa torcida que parecía burlarse del mundo, y se alejó sin decir nada, su chaqueta de cuero crujiendo mientras desaparecía entre los sauces. Desde entonces, Sofía lo ha visto menos. Ya no lo encuentra en cada pasillo o fiesta. Solo lo ha vislumbrado algunas veces en la cafetería, sentado con su grupo habitual, o una noche en una fiesta, besando a una chica de cabello corto en un rincón oscuro, sus manos perdidas en su cintura. Pero Alex no se ha acercado a ella, y sus miradas, aunque aún intensas, son más escasas, como si él estuviera manteniendo la distancia a propósito.
Es una noche de abril de 2016, y la fraternidad Sigma Chi, la de Lucas, organiza una fiesta primaveral que sacude el campus. La casa está decorada con luces de colores colgando del porche, flores falsas pegadas a las paredes y una máquina de espuma que llena el césped de burbujas. La música retumba, un remix de *Uptown Funk* que hace vibrar el suelo, y el aire huele a cerveza, perfume dulce y césped húmedo. Estudiantes bailan, ríen y chocan vasos rojos, sus camisetas sudadas pegándose a la piel bajo el calor primaveral. Sofía ha decidido soltarse esta noche. Se ha alisado el cabello, que cae como una cortina brillante hasta su cintura, reflejando las luces de la fiesta. Lleva un vestido rojo corto, con un escote profundo que deja ver el colgante de plata en forma de pincel, y tacones negros que alargan sus piernas. El vestido, apenas por encima de las rodillas, abraza sus curvas, y su maquillaje —delineador alado, pestañas largas y labios rosados— resalta sus ojos marrón avellana. Se siente audaz, poderosa, aunque una parte de ella no puede ignorar la curiosidad que Alex despierta.
La fiesta está en su apogeo cuando Sofía y sus amigos llegan. Riley, con un vestido verde ajustado, está colgada del brazo de Lucas, que lleva una camiseta de la fraternidad y una sonrisa amplia. Tara y Mia, vestidas con tops a juego y jeans, se dirigen a un rincón tranquilo, sus risas mezclándose mientras se susurran cosas al oído. Ethan, con una camisa hawaiana chillona, baila con su novio, el saxofonista, ambos riendo mientras intentan seguir el ritmo. Jake y Sarah, la pelirroja de Kappa Delta, están en la barra improvisada, sirviéndose tragos y bromeando con otros miembros de la fraternidad.
Sofía se lanza a la pista de baile, el suelo pegajoso bajo sus tacones, el aire cálido cargado con el olor a espuma y alcohol. La música, un remix de *Uptown Funk*, vibra en su pecho, y ella se mueve con una confianza nueva, sus caderas balanceándose al ritmo, su cabello alisado ondeando como una bandera. Riley está a su lado por un momento, pero pronto se escabulle para buscar a Lucas, dejándola sola en la multitud. Sofía no se detiene, perdiéndose en la música, sus brazos alzados, el vestido rojo brillando bajo las luces estroboscópicas. La pista es un caos de cuerpos, risas y vasos derramados, y ella se siente libre, como si pudiera ser cualquier versión de sí misma.
Entonces, lo siente antes de verlo: una presencia que corta el aire. Alex Carter aparece entre la multitud, moviéndose hacia ella con una seguridad que hace que los demás se aparten sin darse cuenta. Lleva una camiseta negra ajustada, jeans oscuros y su chaqueta de cuero de siempre, que parece fuera de lugar en el calor primaveral pero le queda como una segunda piel. Su cabello oscuro está despeinado, cayendo sobre su frente, y sus ojos verdes brillan con una intensidad que la atraviesa. Sin decir una palabra, se acerca, sus manos encontrando la cintura de Sofía con una familiaridad que la hace estremecer. Ella se tensa por un segundo, el recuerdo de la bofetada en el lago destellando en su mente, pero el ritmo de la música y el calor de sus manos la envuelven. Alex la guía, sus cuerpos moviéndose juntos, sus caderas rozándose de una manera que es casi demasiado íntima, sexual, como si la pista de baile se redujera a solo ellos dos.
Sofía, virgen pero no ingenua, ha visto videos, ha escuchado historias de Riley, tiene nociones de lo que el deseo puede ser. Y ahora, con Alex tan cerca, el deseo es palpable, un fuego que le quema la piel. Su respiración se acelera, el aire cálido de la fiesta mezclándose con el olor a cuero y tabaco que emana de él. Sus manos, firmes en su cintura, la guían con una mezcla de control y urgencia, y ella siente su cuerpo responder, moviéndose más cerca, sus caderas siguiendo el ritmo de las suyas. La música sube, las luces parpadean, y el mundo se desvanece: los gritos de la multitud, el tintineo de vasos, el calor pegajoso de la noche. Solo está Alex, sus ojos verdes fijos en los suyos, su sonrisa torcida prometiendo problemas.
Sofía, atrapada en el momento, actúa por impulso. Se gira, enfrentándolo, su vestido rojo ondeando, y sus manos suben hasta la nuca de Alex, sus dedos enredándose en su cabello oscuro. Sin pensarlo, sin darle espacio a la duda, se pone de puntillas, acercando su rostro al de él. Sus labios se encuentran en un beso ardiente, profundo, que sabe a cerveza y a algo más peligroso, como el borde de un precipicio. Alex responde al instante, sus manos apretando su cintura, atrayéndola más cerca, y el beso se intensifica, un torbellino de calor y deseo que hace que Sofía olvide el campus, la fraternidad, las advertencias. Solo existe este momento, este beso, y la certeza de que, con Alex, está bailando al filo de algo que podría consumirla.
Editado: 01.09.2025