Cenizas, odio y deseo

Capítulo 1. La puerta que se cierra

Odiaba mi trabajo. Odiaba cada mañana cruzar esas puertas de cristal, subir a la planta 24 del rascacielos y sentir que me tragaba un vacío gris. No era el “picar” código ni la rutina diaria, era él. Mi jefe. El cabrón que hacía de la oficina un infierno.

El móvil vibró. Número desconocido.
—¿Sí?
—¿Eres Marcos? Te llamo de la Clínica Anderson. Tu pareja, Adrián Pérez, ha ingresado. Ha perdido la consciencia en casa. Ahora está estable, pero muy grave.

La voz me rompió por dentro. Fui directo al despacho acristalado. Él estaba sentado, traje perfecto, los zapatos brillando. Ni levantó la cabeza.
—Han ingresado a Adrián mi… mi novio —dije—. Está muy mal. Voy al hospital.
Alzó la mirada. Sonrió sin sonreír.
—No es familiar directo. No me importa. Si sales por esa puerta, no vuelvas.

Hijo de puta.

Me quedé de piedra. La boca seca, el cuerpo inmóvil. Él volvió a su pantalla como si yo no existiera. Y yo… yo cedí. Cobarde. Me quedé hasta las seis, con un nudo en el estómago, tecleando a ciegas, sin ver lo que escribía.

En el hospital, un médico joven, con las ojeras, me frenó antes de entrar en la habitación.
—Está muy mal. El tumor ha crecido rápido. Ha habido un síncope. Le soy sincero: puede que no pase de hoy.

¿De hoy?… joder.

No escuché más. Entré. Adrián estaba pálido, hundido entre las sábanas, los huesos afilando su piel. Pero sus ojos grises me encontraron. Sonrió apenas.
—Has venido.
—Siempre —dije, y le cogí la mano fría.

Entonces sonó. El pitido. Grave, metálico, continuo, en todos los móviles a la vez. El suyo, el mío, el del médico, el de todos. Una notificación que no podías ignorar:
ALERTA DE EMERGENCIA NACIONAL: ataque nuclear en curso. Refúgiese inmediatamente en espacios subterráneos o interiores sólidos, sin ventilación al exterior. Lleve consigo agua, comida, medicación y elementos esenciales. Ante cualquier duda, siga las instrucciones oficiales.

El médico maldijo y salió corriendo. Yo me quedé mirando a Adrián. Él ya lo sabía. Lo vi en sus ojos.
—Antes de conocernos —susurró— compré un pase para un búnker privado. Para ricos. En Madrid.
—¿Qué?
—En el cajón. Mi cartera. Hay una tarjeta con mi nombre y un código. Siempre la llevo encima por si pasaba algo. —Me apretó la mano—. Hazte pasar por mí. Con eso entrarás.

Sacó fuerzas de donde no había y buscó su cartera en la mesilla. La tarjeta estaba allí: rígida, con un holograma y un QR que brillaba bajo la luz. Me la metió en el bolsillo.
—Te haces pasar por mí. Adrián Pérez. Entiendes, ¿no?
—No pienso dejarte aquí.
—No puedo ir. No llegaría ni a la puerta. —Su voz se rompió—. Si me quieres, sobrevive.
—Me quedo contigo. —Las lágrimas me cegaban—. No te voy a dejar morir solo.

Ni de coña voy a dejarte, pensé.

Entonces explotó. No la bomba. Él. Sacó una fuerza que no tenía. Me agarró de la camisa y me empujó hacia la puerta.
—¡Vete! —gritó—. ¡Corre!

Me besó de golpe, un beso duro, salado, que sabía a despedida. Y me empujó fuera de la habitación.
—¡Corre! —gritó otra vez.

Corrí.

Madrid era un hervidero. Sirenas, coches abandonados, gente gritando y empujándose. Todos los móviles pitaban igual. El cielo seguía azul, pero al oeste, hacia las afueras industriales, se levantó un fogonazo blanco. No fue un trueno. Fue un sol nuevo, más brillante que el real, que te quemaba los ojos. Me tapé la cara, pero la luz atravesó los párpados. El calor llegó después, como abrir la puerta de un horno gigante. Luego la onda de choque: un golpe seco en el pecho, las ventanas estallando a la vez, coches volcados, el suelo vibrando como si quisiera tragarnos.

Cuando abrí los ojos, el cielo ya era rojo, un rojo enfermo, como brasas extendidas sobre la ciudad. El aire olía a polvo caliente y a metal.

Esto es el puto fin del mundo.

Seguí corriendo, sin ver. La dirección que Adrián me había dado era una calle sin salida, anodina. Pero ahora había allí hombres armados, portones blindados, furgones negros, torres de vigilancia improvisadas. Y una fila de gente temblando.

Un soldado escaneaba tarjetas en un lector. Verde: dentro. Rojo: fuera. El “fuera” era un disparo.
Un banquero delante de mí chilló que tenía derecho, que era socio. El lector pitó rojo. Un culatazo. Un tiro en la sien. El cuerpo quedó tirado a un lado. Nadie protestó.

Joder, joder, joder…

Me tocó. Pasé la tarjeta con los dedos empapados de sudor. El lector parpadeó demasiado tiempo. Mi corazón dejó de latir.
Pitido. Verde.

—Adrián Pérez —leyó el militar. Me miró con sospecha—. Aquí pone… un momento ¿Estado de salud?
Se me aflojaron las rodillas. Sabían lo de su cáncer. Si pedía revisión médica estaba muerto.
—Estupendamente. El tratamiento funcionó —dije, firme.

Él arqueó una ceja. Dudó. Y entonces otra explosión sacudió el aire. La compuerta empezó a cerrarse con un chirrido metálico.

No sé de dónde saqué el valor. Yo, que nunca he sido valiente ni imprudente, no dudé. Empujé al militar y corrí hacia la puerta. La compuerta ya bajaba. El metal me rozó la espalda; un segundo más y me habría partido en dos.

Caí dentro. El golpe de la compuerta al cerrarse sonó como un ataúd sellándose.

El aire dentro era limpio, frío, con un toque a perfume caro. No era un búnker gris. Era un hotel bajo tierra: mármol, lámparas, alfombras, empleados de uniforme gris caminando en silencio. Todo lujo. Todo perfecto.

Me tambaleé unos metros. Vi el brillo absurdo de un mural con un cielo pintado. Recordé a Adrián muriendo arriba, y se me nubló todo. Me desplomé en el suelo.

Cuando desperté, estaba en un sofá de cuero. Un empleado con una tablet me miraba con sonrisa neutra.
—Señor Pérez, ¿me oye?

¿Pérez? pensé. Ah, sí, Adrián, mi Adrián. Asentí.
—Su suite está lista. Sígame.




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