Soñaba.
El sol entraba a raudales por la ventana de mi cuarto. Yo estaba boca abajo, la sábana torcida en mi cintura, la piel todavía pegada al sueño. Una mano me rozó la nuca con la yema de un dedo y bajó por la espalda en un trazo lento. Se me erizó todo. El dedo siguió su camino, hundiéndose un poco al pasar por las vértebras, y se detuvo justo donde empieza a curvarse el cuerpo.
—Buenos días, dormilón —susurró Adrián.
Me giré despacio. Ahí estaba, despeinado, con esa media sonrisa que me desarmaba. Lo besé, primero un roce, luego más. Me subí a horcajadas sobre sus caderas, sintiendo el calor de su vientre.
—Esto sí que son buenos días —le dije.
Sus manos recorrieron mi espalda, me agarraron fuerte por la cintura. Yo marqué el ritmo, lento, profundo, mientras lo mordía en el labio y él gemía bajo, entre dientes. No había promesas, ni palabras dulces. Solo piel contra piel, el olor a sudor limpio, su risa entrecortada.
Nos movimos como si el mundo no existiera.
—Marcos... —susurró.
Me desperté con un sobresalto, buscando con la mano a Adrián a mi lado. Solo encontré frío.
Techo blanco. Luz artificial. El murmullo suave y constante del aire filtrado. El búnker.
Me quedé quieto, el corazón golpeándome en la garganta. Todo irá bien mientras nadie haga preguntas.
Me levanté. El baño era de mármol, impoluto. El agua salió caliente desde el primer segundo. El albornoz colgado llevaba las iniciales A. P. bordadas en hilo dorado. Para mí pesaban más que el propio tejido. Abrí el armario: camisas alineadas, trajes perfectos, zapatos con brillo de espejo. Todo de Adrián. Me puse lo que más se adaptaba a mí y me miré en el espejo. Yo, disfrazado de él.
El comedor era un insulto. Lámparas de cristal, mesas con manteles inmaculados, empleados de gris moviéndose como si todo fuera una coreografía.
Un viejo giraba la muñeca para que su Rolex brillara bajo la luz. Con lo que cuesta ese reloj pago veinte meses de alquiler. Y aquí abajo, ¿para qué sirve un Rolex?
Otro grupo brindaba con Dom Pérignon. Aquí, las burbujas es lo normal.
En bandejas de plata, carne roja, veteada. Wagyu. Fuera, arriba, carne chamuscada y ceniza.
Me senté en una esquina, intentando ser invisible.
—Buenos días, señor Pérez —dijo un camarero con la sonrisa estudiada.
Asentí, tragando saliva.
Conversaciones alrededor:
—El spa está saturado, increíble.
—Lo peor de esta guerra no son las bombas, son los políticos de izquierdas, que son los verdaderos culpables de todo.
—Con un gobierno serio, esto no pasaba.
Bebí agua. No sabía a nada. Arriba, ceniza. Aquí, tertulia de sobremesa, como si toda esta gente estuviera disfrutando de unas vacaciones en un resort de lujo.
Desayuné lo más rápido que pude y salí de ahí.
En el baño pasó algo inesperado.
Entré buscando un respiro. Mármol, espejos, olor a desinfectante caro. En el suelo, un camarero arrodillado luchaba con una mancha oscura que no cedía. El paño mojado solo la extendía más, dejando un cerco irregular.
Me acerqué un paso.
—Con agua no va a salir —dije, agachándome casi sin pensarlo.
El chico levantó la vista, sorprendido. Yo ya estaba exprimiendo el trapo en el cubo.
—Si es vino tinto —señalé la mancha, olía todavía a alcohol—, con agua solo se fija más. Necesitas bicarbonato o, mejor, un poco de agua con vinagre.
Le devolví el trapo.
—Así solo estás frotando para nada.
Él me miraba como si no entendiera nada.
—Gracias... señor Pérez.
Me levanté de golpe, incómodo.
Mierda. No tendría que haber hecho eso. ¿Quién de los ricos de aquí abajo se agacharía a limpiar una mancha?
Pasé el resto del día vagando. Piscina con olor a cloro, un tío nadando como si entrenara. Spa con risas bajas tras una mampara. Gimnasio vacío. Biblioteca llena de primeras ediciones que nadie tocaba. Personal en cada rincón, sosteniendo la rutina.
El mismo camarero se cruzó conmigo después en un pasillo. Bajó la voz al pasar junto a mí:
—Tenga cuidado.
—¿Qué? —alcancé a decir.
Él ya sonreía de nuevo, de cara al público:
—Si necesita algo, señor Pérez, llame al número de su suite.
Se alejó. El estómago se me encogió. No sé si hablaba de mí... o de todo este maldito sitio.
Mientras pensaba ensimismado seguí andando por el pasillo y, al girar la esquina, choqué contra alguien. El golpe me tiró al suelo. El pasillo estaba vacío. Solo nosotros dos.
Levanté la vista y lo vi.
Montalbán.
Sonreía con esa suficiencia irónica que me helaba la sangre. Me tendió la mano, un gesto de cortesía envenenada. Dudé un segundo, pero la cogí.
Al contacto con la suave piel de su mano un escalofrío me recorrió de arriba abajo, como si me hubiera atravesado una descarga. Tiró de mí con fuerza y me levanté. Mi instinto fue apartarme, huir, pero él no me soltó. Pegó un tirón y me atrajo hacia él, demasiado cerca, mi pecho contra el suyo. Entonces acercó sus labios a mi oreja, su aliento rozándome la piel.
—Qué sorpresa verte por aquí... Adrián.
✨ Nota del autor ✨
¡Y hasta aquí el capítulo 2! 🔥
Marcos ya empieza a sentir el peso de la mentira... y ahora Montalbán lo tiene en la palma de su mano.
Quiero saber qué pensáis:
• ¿Creéis que el camarero sabe algo más de lo que aparenta?
• ¿Qué pretende Montalbán al acercarse tanto a Marcos?
• ¿Marcos siente solo miedo... o hay otra cosa que empieza a removerse dentro de él? 👀
Vuestros comentarios me ayudan muchísimo y me motivan a seguir publicando cada semana. 💬
Decidme qué os ha parecido este final y qué pensáis que pasará en el próximo capítulo.