Cenizas, odio y deseo

Capítulo 3. El silencio del mundo

Soñaba.

La luz entraba por la ventana, cálida, limpia. Adrián estaba boca arriba, con los ojos medio cerrados y la respiración tranquila. Le pasé la mano por el pecho, bajando hasta sentir sus costillas marcadas. Sonrió.
—Te quiero —murmuró.

Me giré para responderle y, de repente, su cara cambió, ya no era él.
Era Montalbán.
Me miraba de forma maliciosa. Sus ojos eran intensos, capaces de atravesar cualquier defensa.
—Me quieres a mí —dijo.

El sueño cambió con esa extraña lógica de los sueños. Ya no era nuestra cama, era el comedor del búnker. Todos me miraban como jueces, señalándome, y él, de pie, gritando con voz dura:
—¡Este no es Adrián! ¡Es un impostor!

Desperté jadeando, el corazón desbocado. Busqué a Adrián a mi lado, pero solo encontré sábanas frías. El techo blanco, el murmullo de la ventilación, la soledad del búnker.

Llevábamos meses bajo tierra, no sé cuántos, se me estaba haciendo eterno. Los comunicados del gobierno hacía tiempo que no llegaban y desde entonces vivíamos incomunicados y ciegos. No sabíamos qué pasaba en el exterior.

El búnker ya no era el mismo. Al principio todo parecía un hotel caro: comida abundante, copas llenas, bandejas que nunca se vaciaban. Ahora ya parecía una triste pensión: el café sabía a agua sucia, ya no había fruta y las carnes más caras que podían pedir los ricachones eran de lata, disfrazadas con salsas extrañas. El mármol seguía brillando, sí, pero poco a poco todo aquello empezaba a oler raro.

Y por supuesto, los distinguidos huéspedes del refugio no estaban acostumbrados a semejantes vulgaridades de clase baja y no se callaban.
—¿Pretenden que me beba esto? Prefiero vino de cartón.
—He pagado una pasta y me traen rancho de colegio público.
—Espero que esto no dure mucho más, porque si no no sé qué va a ser de nosotros.

Los empleados aguantaban, pero no eran de piedra. Un plato dejado con demasiada fuerza, una mirada que duraba medio segundo más de lo normal, una sonrisa convertida en mueca mal disimulada. La paciencia tenía un límite y el rencor empezaba a asomar por las costuras.

Ese día nos reunieron en la sala de esparcimiento y habló el encargado del búnker, Salcedo. Un hombre serio y gris, como su traje, con gafas finas y pinta de contable.
—Los suministros están controlados —dijo como el que leía un informe—. En previsión de que esto dure más estamos racionando la comida. Pero tranquilos, el sistema resistirá.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó alguien.
Salcedo lo miró fijamente. Se ajustó las gafas.
—El necesario.

La sala se quedó en silencio. Nadie le creyó. Salcedo se dio la vuelta y salió de allí sin contestar a nada más.

Poco después, en un largo pasillo, se cruzó conmigo el camarero de la otra vez. Joven, guapo, con la camisa arremangada y el pelo pegado a la frente. Llevaba una caja de madera en las manos. Al pasar junto a mí se paró un momento y habló en voz baja:
—Buenos días, señor Pérez. ¿Todo en orden?

Me sostuvo la mirada más de lo normal. Había algo en sus ojos verdes que no era solo cortesía. Me incomodó. Sentí calor en la cara y miré al suelo, avergonzado. Creo que balbuceé un "sí, bien".
Seguí andando con torpeza, como si fuera un niño y me hubiera pillado mirando las revistas de mi padre. No te fijes así en mí, joder, ¿qué quieres de mí?

Más tarde, en el comedor, lo vi a él, a Montalbán.
Estaba sentado en el centro, rodeado de gente que lo escuchaba, los típicos pelotas aduladores. Hablaba con calma y suficiencia, como si todo le perteneciera, como si la situación fuera otra reunión de consejo. Algunos asentían por miedo, otros por puro interés. Era igual que antes, solo que en la superficie esto pasaba en la sala de reuniones de la planta 24; y aquí en un palacio bajo tierra. Y él conseguía ser el centro de atención, que todo girara en torno a él, como siempre.

Nuestros ojos se cruzaron. Sonrió. Era la misma sonrisa de entonces, la que aún me pesaba como si siguiera trabajando para él. Aparté la mirada y apreté los dientes, enfadado conmigo mismo. Ya no es tu jefe, idiota.

Salí de allí, volví a mi suite, cerré la puerta y apoyé la espalda un momento. El silencio me envolvió. Me fui a la cama y me tiré en plancha, intentando dormir para olvidarlo todo.

Por la noche bajé a cenar para no llamar la atención, porque no tenía nada de hambre. El comedor estaba iluminado con luz tenue, dorada, como si quisieran imitar la luz del atardecer. Me senté contra la pared y pedí agua.

Mientras la traían, el recuerdo llegó solo.

Otra mesa, no hace mucho en la superficie. Un restaurante caro, de esos de mantel blanco y copas finas, de los que yo jamás me había podido permitir. Adrián me miraba con esa forma suya que conseguía que todo lo demás no tuviera importancia, que el mundo desapareciera a nuestro alrededor. Me sudaban las manos, no sabía dónde meterlas. Entonces lo dijo, casi en un susurro:
—No te rías, pero quiero que te cases conmigo.

Sorprendido, tardé en reaccionar. Mis preocupaciones eran el alquiler, cobrar la nómina a final de mes, el fallo en el código que estaba analizando en mi trabajo, y de repente va y me suelta esto. No pude evitar pensar en lo absurdo que era que él, un niño mimado y rico, que nunca lo había pasado mal, con todo el dinero que tenía, quisiera casarse conmigo.
—¿No quieres?
Lo único que pude hacer fue asentir y decir casi en un susurro:
—Sí, sí.

Con la cara roja como un tomate y las lágrimas a punto de asomar. Adrián se rió y me acarició la cara, se levantó, rodeó la mesa y me dio un largo y cálido beso. Había música de fondo, dos mesas más ocupadas, y por primera vez no me importó que nos miraran.

Por supuesto no hubo boda. Llegó la enfermedad, el maldito cáncer. Luego llegaron las bombas. Y ahora yo estaba aquí y él, él estaba...

Un camarero interrumpió mis pensamientos dejando un plato delante de mí. Era él, el mismo que me había cruzado en el pasillo. Salí de mi ensimismamiento.
—Consomé —dijo, en voz baja.




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