La oscuridad seguía siendo total. Estábamos en alguna parte del pasillo, de camino a las habitaciones. No veía nada, solo sentía pasos apresurados y nuestras respiraciones alteradas. El suelo enmoquetado amortiguaba los movimientos.
—¿Quién eres? —pregunté, sin aliento.
La respuesta no llegó enseguida. Caminamos unos metros más y entonces me empujó suavemente contra la pared. El murmullo del comedor había quedado atrás. El aire olía a polvo viejo y perfume caro.
—No te asustes —dijo una voz femenina en la oscuridad, temblorosa.
Se me heló la sangre.
—¿Quién...?
—No me conoces.
La vista no me servía de nada. Solo tenía esa voz rota, de anciana.
—Yo conocía a Adrián. Lo quería como a un hijo. Me enseñaba fotos tuyas. Decía tu nombre con orgullo. Siempre me hablaba de ti.
Me temblaron las piernas. Abrí la boca para negarlo, pero no pude. Dudé un instante. Algo en su tono me convenció de que decía la verdad. Decidí confiar en ella.
—Adrián está muerto —alcancé a decir, con la garganta hecha polvo—. En el hospital me empujó, me dijo "vive, corre", y me dio el pase para este sitio. Ahora él no está, y yo estoy aquí... un impostor, un cobarde.
La mujer dejó escapar un sollozo breve. Después suspiró, largo.
—No te tortures. —Pausa—. Conociendo a Adrián, no hubiera permitido que te sacrificases por él. Cuídate, Marcos. Ah, y ten cuidado con ese tipo moreno, el alto, el de la mirada de capullo. Estoy casi segura de que sabe la verdad y no me da buena espina.
Sentí su mano apretar la mía con una fuerza sorprendente para su edad. Luego se soltó. Oí sus pasos rápidos perdiéndose en la oscuridad.
Un segundo después, las luces volvieron de golpe. El zumbido de la ventilación arrancó como un motor cansado. El pasillo estaba vacío. Ni rastro de ella.
Me quedé pegado a la pared, con el corazón a mil.
Los días siguientes fueron un descenso lento. El búnker ya no era un hotel de lujo, sino una jaula cara llena de perros rabiosos.
Los desayunos eran la primera chispa de las peleas:
—¡Quiero hablar con el encargado, que venga Salcedo ya!
Pero Salcedo hacía días que estaba perdido y no se dejaba ver.
Los empleados respondían con sonrisas tensas, dejando las bandejas con malos modos sobre las mesas, con un "en seguida, señor" que ya sonaba a insulto.
Un día, un hombre de pelo engominado y camisa planchada hasta brillar empujó a un camarero contra la barra porque el vino estaba del tiempo. El Rolex de su muñeca costaba más que mi piso. El camarero, en vez de disculparse, se quedó mirándolo de cerca, conteniéndose. Una mirada larga, directa. Silenciosa. Cargada de rabia contenida.
Los rumores se extendieron como moho: que la fruta fresca se había acabado hacía semanas; que alguien escondía botellas de Dom Pérignon en su habitación; que los empleados estaban guardándose lo mejor. Nadie podía demostrar nada, pero todos señalaban a todos.
En medio de ese ambiente, volví a cruzarme con el camarero de los ojos verdes. Fue en un pasillo estrecho, lejos de las miradas. Iba cargado con una bandeja de platos. Al verme, bajó un poco la voz:
—Señor Pérez... un consejo. —Pausa breve—. Sería mejor que no se quedara mucho rato en las salas comunes.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque esto se está desmoronando. Y usted no debería estar en medio cuando ocurra. —Su voz se quebró un instante—. Es buena persona.
Lo dijo sin mirarme, como quien comenta el tiempo. Pero la advertencia me atravesó. Y me dejó algo más: esa extraña certeza de que sus palabras no eran solo por compasión.
La chispa saltó un par de noches después.
En la sala de ocio, las discusiones pasaron de gritos a violencia en cuestión de segundos. Un huésped lanzó una copa contra la pared. El cristal estalló e hirió a un camarero. Alguien gritó. Otro empleado se levantó de golpe, empujó una silla y le pegó un puñetazo al que había roto la copa. Y de pronto, como si todos hubieran estado esperando el permiso, la sala se convirtió en una batalla: mesas volcadas, botellas volando, puñetazos, gritos de rabia acumulada.
Yo estaba allí, arrinconado, viendo cómo todo se venía abajo. La tensión era tan densa que parecía que faltaba aire.
Entonces sentí un roce detrás de mí. Una mano ligera en mi hombro. El camarero susurrándome al oído:
—Váyase a su habitación, corra. Cierre la puerta y no salga.
No discutí. No quería quedarme para ver cómo acababa aquello. Nunca he sido de pelearme. Ni en el colegio. Mucho menos aquí. Salí de allí corriendo, con el estómago encogido.
En mi suite cerré la puerta con la huella. Me senté en la cama para recobrar el aliento, intentando tranquilizarme. Me tumbé y me quedé dormido.
Pasó un rato. No sé cuánto. Me desperté sobresaltado por un estruendo, unos golpes fuertes contra la puerta.
—¡Abre! —gritaban unas voces.
Me levanté de un salto, el corazón golpeándome en el pecho. Se escucharon más golpes, porrazos, y como probaban una y otra vez la contraseña de la puerta.
—¡Alguien ha cambiado la contraseña! ¡No podemos entrar!
El pasillo se llenó de gritos. Voces furiosas, insultos, ruido de otras puertas siendo forzadas más allá. El eco de una pelea, golpes secos, gritos de los huéspedes, alguien pidiendo ayuda. Recordé a la anciana. Supliqué que no le hubiera pasado nada.
Me acerqué despacio a la puerta y la toqué. Era dura y firme. Resistiría. ¿Cuánto?
Alguien había cambiado el acceso. Los otros huéspedes no podrían haber sido, no sabrían cómo. Ni tendrían motivos. Solo podía haber sido alguien del personal del búnker.
Apoyé la frente contra la puerta, temblando.
Y de repente lo supe. Aunque no quisiera admitirlo, lo supe.
Había sido él. El camarero.