Cenizas, odio y deseo

Capítulo 5. A través del espejo.

Dormí a ratos. Más bien me deslicé por una fiebre sin sueño. A veces me parecía oír la voz de Adrián en el baño, otras la carcajada de Montalbán pegada a la pared. Luego venía el silencio, ese silencio compacto del búnker que huele a metal y filtro de aire.

Dos días encerrado en la suite. No sabía si era prudencia o cobardía. Fuera se escuchaban pasos corriendo, puertas que se abrían de un empujón, discusiones en voz rota. Bebí agua del grifo. Sabía a tubería.

La contraseña... la cambió él. No podía haber sido otro, ¿quién si no? Nico, se llamaba; se lo había visto en la plaquita de su uniforme. Aferrarme a esa idea me dio un poco de aire... y otro miedo: si él pudo cambiar la contraseña, otros quizá también podrían.

El panel de la entrada parpadeó una vez. Un pitido bajo. Me quedé quieto.

—No —susurré, llevándome las manos a la boca sin darme cuenta.

Cogí una lámpara de la mesita. La agarré mal, como si sostuviera un pez resbaladizo.

El seguro de la puerta hizo clac y se abrió con un suspiro.

Entró él.

Nico. Ojos verdes, pelo oscuro, el uniforme con manchas que antes no tenía. Cerró detrás de sí con rapidez y apoyó la espalda un segundo en la puerta, como si hubiera corrido hasta aquí. Su pecho subía y bajaba rápido.

Bajé la lámpara. Noté los dedos temblorosos.

—¿Qué haces aquí?

—Respirar —dijo, y se le dibujó una mueca que no era sonrisa, pero casi—. Y que tú sigas haciéndolo.

Dejó una bolsa de tela sobre la mesa. Pan, dos botellines de agua, un cuenco que olía a caldo de verdad. Caldo. No la sopa aguada de los últimos días. El vapor me humedeció la cara. A lo lejos, el zumbido de la ventilación vibró un segundo y volvió a estabilizarse.

—¿Has sido tú el que...? —señalé la puerta.

—Sí.

Nos miramos un segundo incómodo. Me indicó el sofá.

—Siéntate. Come antes de que se enfríe.

—No tenías que traerme nada.

—Tienes que comer, tienes que estar fuerte —dijo como quien comenta un bug evidente, y lo recalcó—. Te conviene estar fuerte.

Me senté. El cuero crujió. Él dejó el cuenco con cuidado y me pasó una cucharilla. Al rozarme los dedos, un calor muy concreto me subió por el antebrazo. No. Tranquilo. Soplé; me quemé la lengua y solté aire por la nariz. La ventilación seguía marcando un ritmo sordo en el techo. Desde el pasillo llegó un golpe lejano, como una puerta que no cerraba bien.

Nico se sentó en el borde de la cama, sin invadir, pero mirándome fijamente. Hizo rodar un botellín entre las manos.

—¿Cómo cambiaste la contraseña?

—Trabajo aquí —señaló alrededor—. Pero bueno, antes de esto... arreglaba cosas.

—¿"Arreglabas cosas"?

—Informática. Helpdesk. "¿Ha probado a apagar y encender?". Dos años de turnos de mierda y sueldos peores. Luego me pasé a hoteles. Con propinas comía mejor que reiniciando routers.

Tragué caldo; el laurel me calentó el estómago. Solté una risa corta, fea, que se me escapó sin permiso. Me froté el cuello, tenso.

Nico ladeó la cabeza.

—¿De qué te ríes?

—De mí. Soy informático. Bueno, era. Código. Nada glamuroso. Mal pagado también.

—Se te nota.

—¿El qué?

—Que no eres como ellos. Cómo miras, cómo andas por los pasillos, cómo tratas a los empleados. No llamas con los dedos ni nos silbas. Das las gracias y esas cosas.

Aparté la vista. Partí un trozo de pan. El crujido me calmó.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, aunque ya sabía su nombre.

—Nico.

—Marcos —dije por inercia, y me encogí—. Digo...

—Marcos —repitió, sin pestañear—. Lo sé desde el primer día. Recuerda que soy informático. Miré tu ficha en el sistema y tú no eres ese tal Adrián.

El metal de la cucharilla tintineó contra la loza. Dejé el cuenco.

—¿Quién más lo sabe?

—Alguno lo sospecha.

—La anciana —dije—. Una señora mayor me habló en la oscuridad. Dijo que conocía a Adrián, que me había visto en fotos. Me dijo que tuviera cuidado con... —lo miré—. Con el moreno alto.

—Montalbán.

Asentí.

—La anciana se llama Leonor —añadió—. Vino con escoltas los primeros días. Ya no la acompañan. No sé qué ha pasado con ellos.

Se me cerró el estómago. Me pasé la mano por la boca para ganar tiempo.

—¿Y por qué me ayudas? —pregunté por fin—. En serio.

Nico miró un punto del techo, como buscando palabras. Se oyó un golpe sordo a lo lejos; ambos giramos la cabeza sin querer.

—Porque quiero. —Se encogió de hombros, incómodo—. Estaba harto de mirar para otro lado. Aquí todos van a su bola, yo no quería ser como ellos.

Calló un segundo, buscó mis ojos. Sus dedos apretaron el botellín hasta hacer crujir el plástico.

—Y porque... cuando te vi, supe que no encajabas. Igual que yo.

Se pasó la mano por la nuca.

—Llevo años sirviendo copas, abriendo botellas, aguantando que me traten como a un perro. Te tratan como si fueras parte del mobiliario... pero tú no eres así.

No supe qué decir. Me limpié la boca con el dorso de la mano. Tragué saliva. La suite olía a caldo y a desinfectante.

—Afuera se han hecho grupos entre los empleados —continuó—. No hay un jefe claro. Están los que quieren repartir lo poco que queda y aguantar. Y están los que quieren vengarse y tienen cuentas pendientes... Que si uno les insultó, que si ahora es nuestra hora... Salen por la noche y revientan puertas. Cogen cosas. Se llevan gente.

Nos quedamos en silencio. Pensé en Adrián. En su forma de apretar los labios cuando le dolía algo y no quería decirlo. Pensé en Leonor, en su voz temblorosa y cálida. Pensé en Montalbán, en su sonrisa de siempre, tan prepotente... como si el fin del mundo no fuera con él.

—Nico...

—Dime.

—No puedo con esto solo.

El silencio no pesó. Trajo aire. Me descubrí frotándome el pulgar contra la yema del índice, tic de nervios.

—No estás solo ahora —dijo—. Pero hazme caso. Sal lo justo, o mejor, no salgas. Yo vendré siempre que pueda. Si tocan y no soy yo, no abras. Si escuchas mi nombre, tampoco. Yo entraré sin hacer ruido.




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