Cenizas, odio y deseo

Capítulo 6. Ecos bajo tierra

El hueco era como una tumba de metal. No sabría decir cuánto tiempo estuve ahí dentro. Podrían haber sido diez minutos o una hora. El aire se había vuelto espeso. Me dolían las rodillas, las manos me temblaban. Cada ruido del pasillo —el eco de unas botas, el golpe de una puerta, el chirrido lejano del metal— sonaba amplificado.
Entonces oí un grito.
—¡Joder, es Nico! ¡Le habéis dado a Nico, imbéciles!
El tono de quien respondía era áspero, inseguro:
—Se movía, hostia. Pensábamos que era el Adrián ese.
—¡Pues le habéis abierto la cabeza! Cogedlo, venga, rápido.
El sonido del cuerpo arrastrado por el suelo fue peor que cualquier palabra: un roce húmedo, blando. Me quedé congelado imaginándolo: Nico tendido, la sangre filtrándose entre las baldosas, los ojos cerrados.
Me quedé muy quieto, sin respirar. Esperé hasta que las voces se perdieron en la distancia. Luego esperé más. Por si volvían. Por si era una trampa. Cuando ya no pude más, empujé el espejo.
Salí de la habitación y me asomé fuera. El pasillo estaba medio a oscuras, con las luces automáticas encendiéndose a medias, parpadeando. El aire olía a humedad y a electricidad.
La puerta de la suite colgaba medio rota y, más allá, solo pasillos en sombras. En el suelo estaba la barra metálica con la que habían golpeado a Nico; la cogí por si acaso. No tenía plan, ni valor, ni ganas, pero si me quedaba allí al final me encontrarían y sería peor. Salí.
Avancé muy despacio, intentando no hacer ruido. Cada zancada resonaba por los pasillos. Había trozos de cristal, papeles en el suelo y manchas que parecían sangre. Y entonces lo oí: un golpe seco. Luego otro. Y una voz.
—¿Dónde están tus putas órdenes ahora, eh?
Asomé la cabeza por el pasillo y miré. Había tres hombres. Uno sujetaba un palo, otro una botella rota. Y en el suelo, Montalbán.
Durante un segundo no lo reconocí. Tenía el traje hecho jirones, la cara hinchada, y un hilo de sangre le bajaba del labio al cuello. Tenía los ojos abiertos, pero sin brillo. El tipo de la barra se agachó y le escupió.
—¿Qué pasa, jefe? ¿Ya no mandas tanto, no?
Me quedé clavado, sin saber qué hacer. Me di la vuelta y me fui. Te lo tienes merecido, pensé. Pero algo me retorció el estómago. Era rabia, sí, pero no solo eso. También era odio. Ese hombre me había destruido despacio, día tras día, humillándome con sus sonrisas condescendientes, sus órdenes frías y su desprecio. Me había robado tiempo, dignidad y, en parte, a Adrián por no haberme dejado estar con él en sus últimas horas. Y, aun así, verlo tirado en el suelo, golpeado como a un perro, no me produjo alivio.
No pensé. Volví sobre mis pasos, enfadado conmigo mismo por ayudar a semejante hijo de puta.
El primero ni me oyó llegar. Le di en el costado con la barra y oí cómo le crujían las costillas con un ruido sordo. El segundo se giró y lanzó un puñetazo. Eché la cabeza a un lado instintivamente, pero me rozó la mandíbula. Sentí el sabor metálico de la sangre. Le devolví el golpe en la pierna y, cuando cayó, le volví a dar en la cabeza, dejándolo inconsciente. El tercero se quedó quieto, desconcertado, con el palo en la mano.
—¿Tú quién coño eres?
—Alguien que ya está harto.
Levanté la barra de hierro para golpearle, pero salió corriendo.
El eco de sus botas se extinguió y el silencio volvió, espeso y raro. El corazón me latía en las sienes; nunca había hecho algo así. Estaba casi en shock.
Montalbán levantó la cabeza, gruñendo. Miré hacia abajo. Sus ojos eran distintos. No había soberbia, ni esa frialdad calculada. Solo desconcierto.
—¿Por qué? —tosió—. ¿Por qué coño haces esto?
—Porque yo no soy un mierda como tú.
—Yo te habría dejado ahí tirado —dijo, casi sorprendiéndose de sí mismo.
—Ya lo sé.
Le pasé el brazo por los hombros y lo levanté del suelo. El contacto me provocó una sensación extraña. Sentí el calor de su cuerpo, sus músculos bajo la ropa rota, su temblor, el olor de su sangre.
—Venga, levanta, tenemos que irnos. Volverán. —Tiré de él.
—Vete a la mierda —murmuró.
—Sí, pero tú vienes a la mierda conmigo.
Avanzamos tambaleándonos, tropezando con todo, como dos borrachos. Montalbán pesaba más de lo que pensaba. Las luces del techo se encendían y apagaban solas; el búnker se iba a la mierda. A lo lejos se oyeron pasos y gritos. Estaban volviendo.
Montalbán resbaló y casi caímos los dos. Al intentar sujetarlo, choqué contra un enorme cuadro torcido en la pared. El marco cedió y escuché un clac.
—¿Qué coño...?
Aparté el cuadro. Detrás había una chapa con bisagras. Empujé y se abrió un hueco. Un respiradero, o algo parecido. Del interior salía un aire frío que olía a ozono y a polvo.
—Ahí, vamos, o nos van a pillar. Date prisa.
—¿Ahí? —preguntó entre jadeos.
—Sí, coño, vamos ya, que los tenemos casi encima.
Entramos. La oscuridad era casi total; enfrente había una escalera de metal que parecía llevar al infierno. Cerré la chapa y volví a colgar el cuadro como pude, rezando para que pasaran de largo y no se dieran cuenta. Los pasos se acercaban, los gritos resonaban más fuertes, pero nadie miró allí. Esperé muy quieto, sujetando como pude a mi exjefe. Los pasos pasaron de largo. Esperamos en silencio un rato más hasta que se dejaron de oír ruidos fuera.
—Vamos —le dije.
Bajamos por la escalera a tientas, intentando no caernos. Cada peldaño chirriaba y el eco subía como si el búnker respirara. El aire era más frío cuanto más bajábamos. Cuando llegamos al final, una puerta gris se abrió sola con un pitido bajo. Una luz desleída y parpadeante iluminaba un cartel medio oxidado que decía: NIVEL C — SISTEMAS INTERNOS.
Era como entrar en otro mundo. Había una sala iluminada con LEDs en el techo. El suelo estaba cubierto de polvo, las paredes desconchadas, las luces de emergencia parpadeando con un tono verde enfermizo. Un olor agrio flotaba en el aire, mezcla de humedad, aceite quemado y vete a saber qué más.
Caminamos en silencio. El único sonido que se oía era el roce de nuestras suelas y el goteo constante de algo a lo lejos. Crucé una puerta oxidada y, sin querer, pensé en Nico como si me hubiese mordido el nombre por dentro: si sigue vivo, tengo que encontrarlo. No podía dejarlo tirado después de lo que había hecho por mí.
Montalbán cojeaba, arrastrando los pies, cada vez más cansado. Yo lo miraba de reojo, sin saber qué hacer. Estaba dividido. Por un lado, seguía odiándolo; por otro, sentía rabia de mí mismo por haberle ayudado. ¿Por qué lo había hecho? Y había otra parte —que me jodía admitir— que sentía algo distinto. No era compasión: era otra cosa, una atracción insana hacia él... en fin, tenía la cabeza hecha un lío. Era absurdo, pero había algo en verlo así, vulnerable, apoyado en mí, que me removía por dentro.
Pasamos frente a varias puertas. Una se abrió sola al pasar y, dentro, había camas oxidadas y mantas podridas. Otra tenía una mesa con herramientas y tornillos. Todo estaba cubierto de polvo. Parecía un lugar olvidado, viejo, que no pegaba con el resto del búnker.
—¿Qué coño es esto? —murmuró él.
—No tengo ni idea. Pero parece que el búnker tiene sótano.
Tosió, intentando reírse, y se dobló de dolor.
Lo acerqué hasta una cama oxidada y lo dejé caer con cuidado. Me incliné para incorporarlo mejor y mis dedos rozaron su cuello buscando el pulso: fuerte, irregular. Sentí su aliento tibio contra mi mejilla, demasiado cerca. Me aparté de golpe, como si me hubiese quemado. Culpa, deseo y asco por mí mismo, todo a la vez.
—Quédate aquí un rato, descansa.
—Déjame en paz. —Su voz era áspera, pero no sonaba hostil.




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