Cenizas, odio y deseo

Capítulo 7. La huida

Frente a mí se abría un largo túnel en penumbra, iluminado cada muchos metros por bombillas que apenas daban luz. El borde de la compuerta aún vibraba cuando oí los golpes. Eran secos, seguidos, como si los dieran con algo pesado. No tardé en entenderlo: los de arriba habían descubierto por dónde habíamos huido. Quizá vieron el cuadro mal colocado.

—¡Aquí! —gritó una voz ronca—. ¡Hay una puerta aquí!

Otro mazazo. Un chirrido metálico largo. El corazón me dio un vuelco. Iban a entrar.

Eché a correr por el túnel, pero mi maldito Pepito Grillo —ese que tantas veces me había jodido la vida— me frenó. Me di la vuelta. Montalbán seguía tirado en la cama vieja.

—Levántate —le dije.

Abrió un ojo, turbio.
—Déjame.
—Que vengas.

Lo levanté como pude. Me miró con una mezcla de cansancio y desprecio. Tenía la camisa pegada a la piel, ennegrecida por la sangre seca. Me metí bajo su brazo y tiré de él. Pesaba como dos hombres. Detrás, otro golpe hizo crujir la puerta metálica y se oyeron pasos bajando la escalera. Ya estaban entrando.

Avanzamos lo más rápido que pudimos hasta la compuerta abierta gracias a mi Adrián. Nos deslizamos al otro lado. El metal frío me rozó el hombro. Un monitor en la pared detectó mi rostro y la puerta empezó a cerrarse lentamente. Del otro lado venían corriendo, gritando, armados con palos y hierros. A pocos segundos de alcanzarnos, la hoja encajó con un golpe sordo. Silencio. Solo la respiración irregular de Montalbán en mi oído.

El pasillo que teníamos delante era estrecho, de hormigón bruto, sin decoración. Nada que ver con el búnker superior. Tubos pintados, canaletas abiertas, señales industriales con letras negras sobre fondo amarillo: LOG-EJE 2, ACCESO OBRA, NO PERSONAL. El suelo mostraba marcas de ruedas anchas, como si alguna vez hubiera pasado maquinaria pesada. Olía a polvo viejo y a moho.

—¿Dónde estamos? —bufó Montalbán.
—Ni idea, pero lejos de esos salvajes.

Le sujeté mejor. A cada diez metros, una luz amarillenta iluminaba débilmente el túnel. A la derecha, armarios empotrados y etiquetas plastificadas con avisos técnicos.

Detrás, un eco: golpes contra metal. Estaban intentando forzar la puerta.

—Van a entrar —susurró Montalbán.
—Vamos. Ahorra el aliento.

Seguimos avanzando, el pasillo descendía.

—Para —gruñó él.
—No.
—Para —repitió, más bajo.

Paré. Lo apoyé contra una hornacina del cuadro eléctrico. Respiraba entrecortado. Le levanté la camisa, pegada y sucia. Las costillas estaban amoratadas, una ceja partida. Corrí hacia un armario empotrado, lo abrí y encontré un botiquín verde.

—Aprieta los dientes —le dije.
—Haré lo que me salga de los cojones.

Le limpié la herida con suero. El líquido arrastró polvo y sangre seca; apretó los dientes y soltó un siseo. Le coloqué una venda con manos torpes. Estaba demasiado cerca. El vello de su sien rozó mi muñeca y un escalofrío me recorrió. Un segundo suspendido: el olor metálico de la sangre, el calor de su piel. Sentí el latido en la garganta. Aparté la mano como si me hubiese quemado.

—¿Por qué me ayudas? —murmuró—. Podías haberme dejado.
—Ya.
—¿Entonces...?
—Porque yo no soy un mierda como tú.

Me miró con curiosidad, como si me viera por primera vez. Apreté la mandíbula.
Sentí rabia por no poder dejarle tirado.

A lo lejos, el chirrido inconfundible de una puerta vieja forzada. Ya estaban dentro del túnel.

—Nos tenemos que ir —dije.

Seguimos. El pasillo giró y descendió más. Pasamos un tramo con barandilla; al otro lado, un foso técnico con cables gruesos. En la pared, un plano amarillento con una flecha:
E-0 → LOG-2 → SAT-A.
A un lado, el dibujo de un búnker. Al otro, otro búnker. En el pie, el sello de un consorcio de ingeniería distinto al del nivel superior. Lo entendí: dos obras paralelas, un corredor de servicio para mover materiales sin cortar calles. Dos búnkeres conectados.

—¿A dónde lleva? —preguntó.
—Creo que a otro búnker.

No contestó. Solo apretó la boca.

Las voces detrás se acercaban. Y al final del giro del túnel, otra puerta. Más grande. Más robusta.

Nos acercamos. Había un lector de retina. Montalbán se soltó y se acercó tambaleando. El lector estaba apagado. Al detectar movimiento, un halo azul se encendió. Dos pitidos, y una luz roja. Nada.

—Esto no se abre —dijo.
—Se abre conmigo.

Recé porque Adrián me hubiera autorizado también para esa puerta. Aparté a Montalbán y acerqué la cara. El halo azul recorrió mis ojos. El cristal se iluminó con un pulso suave. Un segundo. Dos. El murmullo subió de tono.

—Identifícate —dijo una voz neutra.

Tragué saliva.
—Marcos Villena —dije, la voz temblándome.

Silencio. La luz vibró y se apagó. Las voces detrás eran ya ecos cercanos. Miramos atrás. Nada. Estábamos acabados.

Montalbán se giró, respirando con dificultad.
—Quédate aquí. Los entretendré.

Antes de que pudiera responder, los anclajes sonaron. La puerta se abrió lentamente. Tras el sello hermético, un aire más fresco se coló por la junta. Se deslizó con una elegancia casi ofensiva.

Al otro lado, un recibidor discretísimo: paredes de madera mate, suelo enmoquetado, luz sin sombras. Riqueza silenciosa, de la que no necesita demostrar nada. Un banco tapizado en gris piedra. Un pasillo que se adentraba. Nuestra salvación.

—¡Ven aquí, corre! —le grité.

Montalbán tenía la camisa hecha harapos, la boca rota, pero en sus ojos había algo distinto.
—Ayúdame... por favor —susurró.

Le pasé el brazo por la cintura, bajo las costillas machacadas. Lo sentí temblar. Tropezó y casi se cayó. Lo alcé por las axilas, como si fuera un niño. Él, que tantas veces me había helado la sangre, que tantas veces me había humillado, ahora se apoyaba en mis brazos. El contacto me incendió y me perturbó a la vez.




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