Lo miré sin respirar. El silencio era total. Solo se oía, muy lejos, el murmullo suave del aire acondicionado.
Le toqué la mejilla otra vez, más fuerte.
Nada.
La garganta me ardía. No sabía si me temblaban las manos por miedo o porque ya no quedaba sangre en el cuerpo.
Lo llamé en voz baja, solo por no oír el zumbido en los oídos.
—Montalbán...
Nada.
Entonces, un sonido mínimo. Un gemido.
Volví a pegar la oreja a su pecho. Una vibración leve. Un golpe irregular.
Vivía. Jodido, pero vivo.
Me quedé un segundo quieto, tragando aire. Luego lo agarré por debajo de los brazos. Pesaba como un caballo, el muy cabrón.
Miré al frente. El pasillo, vacío, giraba a la derecha a unos veinte metros. Dejé a Montalbán en el suelo y avancé despacio a investigar. Al girar el pasillo, seguí hasta el final, donde había una puerta lateral medio cerrada con un cartel que ponía un anodino "Mantenimiento". Me acerqué en silencio y me asomé dentro. No había nadie. Volví a por él y lo arrastré hasta allí.
Era un cuarto lleno de herramientas, taquillas, una mesa de trabajo y cajas por el suelo.
Le arrastré los pies, cerré la puerta con el pestillo manual y lo tumbé despacio.
Tenía mala cara, la boca abierta y respiraba mal.
Cuando intenté incorporarlo, soltó un quejido áspero, una sierra pasando por dentro de las costillas.
—Calla —le dije, con la voz rota—. Respira. Déjame pensar.
Y entonces busqué algo, cualquier cosa que sirviera para que no se me muriera.
Detrás de una taquilla metálica, en la pared, vi un botiquín. Lo abrí. Era una maleta blanca con cierre imantado; al separarse, apareció un panel mate y una línea de LED que se encendió con un soplido electrónico.
—Botiquín Asistencial Nivel 1 —dijo una voz limpia, sin género—. Describe lesiones. Te guiaré.
Parpadeé. Un botiquín con IA, qué moderno... Miré a Montalbán y tragué saliva. Las manos me temblaban y las sentía llenas de polvo.
—Creo que tiene las costillas rotas y quizá algo de dentro, no sé... —me oí decir—. Tiene la ceja abierta y hematomas por la cara. Respira, pero muy poco, y creo que le duele al respirar. Tiene... tiene sangre seca de varias heridas y está consciente a ratos.
—Protocolo 3A. —La voz no subió ni bajó—. Ponte los guantes. Lava las heridas con suero fisiológico. Presiona. Coloca vendaje compresivo torácico. Busca una venda elástica.
Rebusqué. Gafas antiempañantes, guantes, gasas estériles, suero, tijeras Roma, un rollo de venda elástica, ¡bien! Me puse los guantes mal, al revés, me volví a poner uno. El sudor me resbalaba por la sien. No paraba de mirar hacia la puerta. Recé para que no entrase nadie.
—¡Ay!, para, déjame... —gruñó él cuando le toqué el costado. Intentó apartarme.
—Te jodes —le dije—. Gilipollas.
Corté la camisa con las tijeras. Le quité la venda que le había puesto en el túnel por el que habíamos venido. La piel del tórax estaba amoratada, un mapa de golpes. Le lavé todo con suero, lento; la sangre vieja formó ríos rosados. Él bufó, cerró los ojos con rabia, apretando los dientes.
—Analgesia estándar disponible. —El botiquín mostró una jeringa precargada en su hueco—. Confirmar.
—Confirmo —susurré.
Le pinché en el brazo. Sentí mi propia respiración acelerándose. La voz de la IA seguía igual de plana.
—Ahora venda compresiva. Mantén presión firme.
—No te muevas... —le murmuré a él, ajustando la venda alrededor del tórax—. Se te puede romper algo por dentro y te quedas aquí, bonito.
—Me jodes... me insultas... —escupió, con una mueca que era casi sonrisa—. Qué detalle.
—Cállate, idiota.
La herida de la ceja se abrió otra vez al limpiarla. Coloqué tiras de aproximación. El olor del suero me dio náuseas. Después de un rato el vendaje quedó firme y limpio. Se le aflojó el gesto; la medicación estaba haciendo efecto. El botiquín empequeñeció la línea de LED, como si se echara a dormir.
—Procedimiento 3A completado. —Pausa minúscula—. Recomendación: acuda a un hospital, monitorización, evitar esfuerzos.
—Sí, claro, a un hospital... no te has enterado de lo que ha pasado ahí arriba, ¿verdad? —pregunté irónicamente—. Bueno, ya he hecho todo lo que me has dicho, ¿algo más que haya que hacer?
—Sí. No morir.
Solté el aire por la nariz y se me escapó una carcajada. Enseguida me arrepentí y me tapé la boca con las manos, asustado, mirando hacia la puerta.
Me arrodillé a su lado. Tenía los labios resecos. Le acerqué una botella de agua sellada que había encima de la mesa de trabajo de ese sitio. Le pasé la mano por el cuello e incorporé su cabeza. El calor de su cuerpo calentaba mi mano. Me puse nervioso.
—Bebe despacio —le dije.
—¿Me vas a poner pajita, también? —murmuró.
—Traga y calla.
Bebió. Tosió. Apretó los dientes para aguantar el tirón del vendaje.
—No eres médico —dijo al cabo, con voz más baja.
—Hoy, sí —respondí—. Y no me tientes. No te creas que no tengo ganas de dejarte aquí tirado.
Se rió una vez y le dolió. Te jodes, pensé.
Me levanté, me saqué los guantes y cerré la puerta. Luego eché un vistazo a mi alrededor y vi un ordenador. Era viejo, pero se notaba que era caro: el tipo de máquina que aguanta treinta años sin apagarse.
Parpadeó al tocarlo: INTRANET—MANTENIMIENTO. Ni rastro de internet.
Menús feos, prácticos: HVAC, Energía, LOG-EJE, Inventario, Protocolos. El pan nuestro de cada día.
Como informático que era, me sentía en mi salsa. Apliqué lo que me quedaba de cerebro. Usuario: nada. Contraseña: nada. Típico.
Intenté un acceso de servicio. La pantalla titiló.
Tras un rato trasteando, conseguí entrar.
Encontré unos mapas. Eran esquemas bonitos y limpios. Al sitio le habían puesto el estúpido nombre de Residencia de Continuidad Clase A+. Sería para que a algún rico no le molestase pensar que estaba encerrado en un cutre y anodino búnker.