La manija cedió un centímetro y vibró.
Nora fue rápida y apoyó una pulsera que tenía en la muñeca en el lector de la puerta. Sonó un pitido corto y la hoja volvió sola a su sitio.
—Un segundo —dijo, sin alzar la voz.
Cruzó la sala y abrió una puerta que había en el otro extremo de la sala. Comunicaba con lo que parecía un quirófano.
—Entra ahí, corre —susurró.
Me empujó por el hombro. Entré y me escondí detrás de un lavamanos. El azulejo estaba helado y olía a lejía. Nora encajó el panel con rejilla por el que yo me había caído y lo sujetó como pudo con cinta. Quedó más o menos recto, no se notaba mucho. Luego cerró la puerta y volvió a la enfermería.
Afuera oí cómo llamaban con los nudillos.
—¿Has cerrado tú? —preguntó una voz masculina.
—Sí, lo siento, le he dado con la pulsera sin querer —respondió ella, plana. Escuché cómo abría la puerta.
—Ah, vale, no pasa nada. ¿Has visto el carro azul?
—Creo que lo ha bajado Esterilización. No creo que tarden mucho en subirlo.
—Perfecto... ¿Todo bien?
—Sí, tranquilo. Ya sabes, aquí abajo los días se hacen eternos. Ojalá pudiéramos salir ya de aquí.
—Ya te digo.
La puerta encajó de nuevo. Silencio.
Nora regresó, abrió la puerta del quirófano y me encontró sudando.
—Todo despejado, y ahora dime, ¿qué haces aquí... Marcos?
—Es largo de contar, pero por favor, necesito ayuda. Hay un herido.
—¿Un herido? ¿Quién, dónde?
—Está escondido detrás de las paredes. Por los pasajes de servicio. Está casi inconsciente.
—¿Pero cómo has entrado ahí?
—Por un hueco de un cuarto de mantenimiento. Me escondí cuando entré en este búnker.
—¿Cómo que en este búnker, pero de dónde sales tú?
—Pues verás, es que resulta que nos perseguían y mi novio, que se quedó en la superficie, hizo que con mi voz y demás pudiera entrar, porque es que...
—Bueno, bueno, bueno, cierra el pico, ya me lo contarás. Lo primero es lo primero. Llévame donde esté ese herido.
Yo me quedé parado mirándola. Ella me sostuvo la mirada un segundo.
—Vamos, ¿a qué esperas?
Entramos por el pasaje de detrás de la pared y la conduje por esos corredores estrechos y húmedos, con tuberías que goteaban y un zumbido constante. Yo delante, Nora detrás. En un momento dado se agarró a mi camisa porque había poca luz.
—¿Falta mucho? —susurró.
—No, ya mismo, dos giros más.
Al doblar el último recodo, lo vimos.
Montalbán yacía en el suelo, pálido, con el pecho subiendo a medias. El vendaje improvisado estaba sucio y flojo, pegado a la piel por la sangre reseca.
Nora se arrodilló, le palpó el pulso.
—Está vivo. ¿Quién le ha puesto este vendaje? —me miró un segundo—. Vale, has sido tú.
Se me pusieron las orejas rojas y me ardía la cara de vergüenza.
Abrió el maletín que se había traído y sacó gasas, suero, tijeras y demás.
—Ayúdame a incorporarlo.
Lo levantamos entre los dos. Él soltó un quejido ronco.
—Respira —ordenó ella—. Hondo, que yo te oiga. Aunque moleste... así... vale.
Le cortó la venda vieja y limpió el desastre que yo había hecho con suero; la sangre seca se disolvió en ríos rosados. Él apretó los dientes.
—¿Esto quién se lo ha hecho? —preguntó Nora sin mirarme.
—Tres empleados del otro búnker —contesté—. Uno con una barra, y creo que otro tenía una botella rota en la mano. Al tercero no le vi arma. A dos los dejé en el suelo. El tercero salió corriendo. Venían a "ajustar cuentas" con él, y sinceramente, estuve a punto de dejarles que lo hicieran, porque es un pedazo de hijo de...
Nora no dijo nada, pero me miró como me miraba mi madre de pequeño cuando decía una palabrota. Cerré la boca de golpe y me callé.
Ella siguió trabajando y le ciñó una faja sobre el vendaje nuevo, firme.
—Cuando notes que aprieta, es que está bien —dijo.
—Ya, ya aprieta —murmuró él, con la voz rota.
Yo lo sujeté por debajo de las axilas. El calor de su cuerpo se me pegó al antebrazo. Olía a suero y a sudor. Me encendió la piel... y otra cosa que preferí no pensar. Me aparté un centímetro, pero me volví a pegar a él para que no se cayera.
—Así no se puede quedar mucho tiempo. Esto es solo un parche; necesita muchos más cuidados —decidió Nora.
—Vale, ¿qué hacemos? —pregunté.
—Lo primero, vamos a intentar llevarlo a mi cuarto. Os esconderéis allí. Y cuando yo salga de trabajar, vas a tener que contarme muchas cosas.
—No creo que pueda andar mucho —susurró él.
—Sí que llegas —dijo ella, con tono de enfermera profesional—. Nosotros te ayudaremos.
Volvimos por los pasajes y salimos de nuevo a la enfermería. Nora cogió algunas cosas que se guardó en su bata y se asomó al pasillo.
—No viene nadie. Mi cuarto no está muy lejos. Vamos —dijo.
Avanzamos lo más rápido que pudimos, pegados a la pared, sujetando a Montalbán cada uno por un brazo. Cada paso le dolía. Se le notaba en la mandíbula, pero no se quejó.
—¿Cómo estás? ¿Aguantas? —le pregunté al oído.
—¿Cómo quieres que esté, gilipollas? —respondió. Pero vi que se lo pensaba mejor—. Tú, sujétame. Por favor.
Llegamos a un ascensor de servicio. Nora pasó su pulsera por el lector. Luz verde. Subimos. Dentro olía a aceite viejo. La vibración del ascensor me sacudía los brazos.
—Ojalá no nos crucemos con nadie —dijo Nora—, porque a ver cómo explicamos todo este lío.
Él medio rió, medio tosió.
—Buen plan.
No contesté. Lo apreté con más fuerza. Me costaba no mirar su cuello, su cara y el borde del vendaje asomando por la bata.
Las puertas se abrieron y salimos a un pasillo de personal. La luz era mortecina, olía a café del malo y había horarios escritos a rotulador en un tablón torcido.
—Por aquí —Nora giró a la derecha y seguimos.
Nos cruzamos con una auxiliar que empujaba un carro de ropa. Nos quedamos helados, pero por suerte no levantó la vista.