—Irene, cierra. Ahora —dijo Nora.
La mujer que asomó llevaba el pijama verde de enfermería, remendado en las rodillas, y el pelo negro recogido a medias con una goma roja. Morena, alta, guapa, de rasgos hispanos. Miró primero a Nora y luego midió la escena de un vistazo: dos desconocidos, uno herido, y Nora ayudándonos.
—No me jodas, Nora —murmuró, empujando con la cadera la puerta por la que había salido hasta cerrarla—. ¿Otra vez?
—Échame una mano —pidió Nora.
Irene dudó un segundo, pero enseguida cruzó el pasillo, metió el brazo por debajo de la axila de Montalbán y lo sostuvo. Él la miró y gruñó.
—Uf, huele a sudor y a cloaca —dijo—. ¿Quiénes son? ¿De dónde han salido?
—Eh, que estoy aquí —exclamé.
—Calla —cortó Irene—. Primero, lo primero.
Nora empujó la puerta de su habitación y entramos todos. Era sencilla pero amplia: una cama en el centro y un cuarto de baño al fondo. Suelo gris, paredes blancas. Algún adorno mínimo y un par de fotos sobre una mesita. Entre los tres tumbamos a Montalbán en la cama. Yo me senté a su lado, agotado. Nora e Irene quedaron juntas, frente a mí, en un sofá. Un minuto en silencio. De fondo, la respiración entrecortada de Montalbán, ya dormido.
—Tú —espetó Irene a Nora—, explícame qué coño haces. Te has metido en un lío de cojones.
Nora sostuvo la mirada. Los fluorescentes parpadearon dos veces, como si el búnker quisiera toser.
—No tenía opción.
—Claro que sí la hay. Lo que pasa es que siempre eliges la peor —replicó Irene—. ¿Quiénes son?
—Él es Marcos. Y él... Montalbán.
—¿Y te los traes a tu habitación? ¿Los recoges como gatitos bajo la lluvia? —resopló—. Desde luego, ya te vale...
—¿Me vas a ayudar? —preguntó Nora.
—Ya te estoy ayudando. Pero me da coraje que siempre te metas en estos líos —dijo Irene, y ablandó el tono—. Y, cariño, no me vuelvas a preguntar lo de "¿me vas a ayudar?", ya sabes que sí.
Nora asintió. Yo las observaba como quien ve una telenovela.
—Y tú, habla —ordenó Irene.
Di un respingo y tragué saliva. Me aferré al borde de la cama como a un acantilado.
Empecé a hablar.
Conté lo del otro búnker: cómo había entrado gracias a mi novio, que se quedó en la superficie, enfermo de cáncer; cómo me hice pasar por él para sobrevivir; cómo se perdió toda conexión con el exterior y, poco a poco, todo se fue a la mierda: la comida escaseó, los empleados se rebelaron, el orden se desmoronó.
Recordé a la anciana que me sacó de una pelea en el comedor y me dijo que conocía de verdad a mi novio, que sabía que yo no era quien decía ser... pero que guardaría el secreto. Les hablé también del camarero, Nico: cómo me ayudó, el golpe que recibió y cómo lo perdí de vista sin saber si seguía vivo o muerto. No mencioné, claro, el beso que nos dimos.
Después conté cómo salí de mi escondite tras el espejo, oí gritos y vi cómo apaleaban a Montalbán. Expliqué quién era: mi antiguo jefe. Les hablé del miedo que le tenía, de las humillaciones, de las llamadas fuera de horario solo para machacarme, de cómo acabé odiando el sonido del teléfono. Hasta el psicólogo de los miércoles me lo había recomendado para soportar a "ese cabrón".
Luego seguí: cómo al final lo ayudé y cómo escapamos; cómo descubrimos una rejilla oculta tras un cuadro y accedimos a una zona vieja y abandonada bajo el búnker; cómo allí encontré una puerta que solo se abrió gracias a mi novio, que desde la cama del hospital logró manipular el sistema —porque había sido el ingeniero jefe durante la construcción del complejo y sabía cómo tocarlo.
Conté que nos descubrieron, que él y yo huimos por esa puerta y cruzamos un pasillo largo, húmedo y oscuro, hasta llegar a otro búnker del que no sabíamos nada —este en el que estábamos ahora—. Entramos. Y yo, curioseando entre las paredes como una rata, tropecé y caí a través de un panel a los pies de Nora, mientras la espiaba porque estaba llorando. Y que entonces...
—Ya, para. Lo demás ya lo sabemos —dijo Nora, cortándome.
—¿Llorando? —Irene miró a Nora, que desvió la cara—. Y tú —me señaló—, eres tonto, pero pareces buena persona. Mala combinación aquí abajo.
—¿Tú lo habrías hecho? —pregunté, mirando a Montalbán, dormido—. ¿Ayudar a éste...?
—Yo sí —respondió Nora antes que Irene.
La miré. Por primera vez le noté un temblor mínimo en la comisura de la boca.
—Mi novia se quedó en la superficie —dijo Nora—. A mí me obligaron a entrar a punta de pistola. "Has firmado un contrato, eres personal indispensable", dijeron. Intenté entrar con ella y con mi hermano pequeño... pero se quedaron fuera de la valla. Oí cómo gritaba mi nombre mientras me llevaban al búnker... —cerró los ojos un segundo. Irene le cogió la mano—. Mi hermano se parece a ti: rubio, blanquito, poca cosa, no te ofendas... Cuando caíste en la enfermería, por un segundo pensé que eras él. Luego vi que no y me odié por estar aquí y él fuera.
El zumbido del fluorescente seguía sonando; alguien pasó por el pasillo: una risa seca, tres pasos, cuatro, y se alejaron. Irene miraba a Nora en silencio, sufriendo por ella.
—Lo siento —dije.
—Ya, gracias... —Nora se sobrepuso y se secó las lágrimas—. ¿Cómo es el otro búnker? ¿Crees que entrarán aquí?
—No lo sé. La puerta por la que entramos no parece fácil de abrir —contesté—. Allí ya no hay comida; pronto se les acabará el agua y empezarán a fallar sistemas: la luz, el aire... Es anarquía. La ley del más fuerte, sobre todo de los empleados. Nico se quedó. Y la anciana.
Irene apretó los labios. Luego miró a Montalbán.
—¿Y tú? —se levantó y lo sacudió con malos modos para despertarlo—. ¿Algo que añadir además de sangrar?
Montalbán abrió los ojos, sorprendido. Cuando habló, la voz le raspó como papel de lija.
—No. Dejadme en paz. No necesito vuestra ayuda.
Nora e Irene lo miraron como se mira una grieta en el techo.