Irene entró sin llamar. Cerró con el talón, dejó una bandeja en la mesa y habló frustrada.
—No funciona.
Nora levantó la vista de los botecitos que estaba ordenando encima de la cómoda.
—¿Lo del Módulo D?
—Lo del Módulo D, el E, el Z y la madre que los parió. —Irene se cruzó de brazos—. El sistema solo deja registrar a gente que ya estuviera censada como huésped o personal antes de cerrar las puertas del búnker. Y punto. Se podría dar de alta a alguien nuevo solo para nacidos aquí dentro. Y no, no hay forma de colar a dos adultos como "recién nacidos". —Se volvió hacia mí y hacia Montalbán—. Con la cara que tenéis, no coláis ni aunque os paseéis por los pasillos con un chupete en la boca.
Nora soltó aire por la nariz, como si ya lo hubiera visto venir.
—Me lo temía.
—Pues eso —siguió Irene, y miró a Nora—. Mientras se nos ocurra algo que no nos meta a las dos en la cárcel del sótano, no nos queda otra opción. Os quedáis aquí escondidos. Nosotras os traeremos comida, agua, vendas y lo que haga falta.
En la cama, Montalbán abrió un ojo, lo justo. Murmuró por lo bajo.
—Incompetentes...
Irene lo oyó y avanzó hacia él, con cara de matar.
—¿Cómo has dicho?
Montalbán no contestó. Se le marcó una media sonrisa torcida.
—Eh —Nora le puso la mano a Irene sobre el pecho, suave pero firme—. No merece la pena.
Irene se la quitó con cuidado, resopló y volvió a la mesa.
—Vale. —Se giró hacia mí—. Vamos a establecer unas reglas. Hay que guardar el máximo silencio. Si Nora está trabajando aquí no debería haber ruidos de ningún tipo. Si alguien llama a la puerta, ni se os ocurra abrir; nosotras entraremos con nuestro pase. Y no sé qué más, ya lo iremos viendo.
Asentí, tragando. Nora me miraba de reojo.
La primera noche no hubo manera de dormir. Montalbán, vendado y sedado por los medicamentos, roncaba. Irene le había dado unos analgésicos "de los flojos" que le daban sueño. "Cuanto más rato esté durmiendo, antes se curará, y también dejaremos de oír sus idioteces de gilipollas prepotente", comentaba Irene sonriendo de forma maligna.
Pasada la medianoche, Nora se sentó en el suelo, apoyada en la cama. Se destapó una lata de Coca-Cola, dio un trago y dejó la cabeza caer hacia atrás. Tenía ojeras profundas y se le notaba el cansancio.
—¿Quieres? —me ofreció.
—No, gracias.
El zumbido del aire. Dos luces del techo parpadearon una vez. De fondo se oía música que había puesto Nora en un pequeño altavoz.
—No tengo sueño, no puedo dormir —dije, sin mirar a nadie—. No hago nada más que estar aquí encerrado. Me aburro. Cuéntame algo, porfa, ¿cómo es este búnker? En serio, necesito desconectar de mi mente o me voy a volver loco.
Nora sonrió cansada.
—¿Quieres que te haga un tour turístico?
—Sí. —Miré al techo—. Me subo por las paredes.
Nora se rió. Le dio otro sorbo a la lata y habló bajito.
—Piensa en tres anillos. A, B y C. El A es el bonito: suites, jardín artificial con una cúpula que imita atardeceres, una piscina, la galería de arte esa que viste por la rejilla, una sala de eventos en la que se proyectan pelis, conciertos, etc. Hay gente que se arregla para ir a escuchar cuartetos como si fuera el Auditorio Nacional. —Torció la boca, asqueada—. En el anillo A hay unas ciento sesenta suites. Ochenta grandes y ochenta medianas. Ocupación... —calculó mentalmente—. Unas doscientas personas, más o menos, contando niños. Aquí la gente va vestida con ropa cara, como si vistiesen de domingo para ir a misa. Los nombres de muchos de ellos salían en la tele antes de que la tele se quedara en negro.
—¿Y el B?
—Servicios. Cocina, lavandería, talleres, enfermería, el quirófano menor donde te colaste, aulas para los críos, una capilla, una sala de meditación para los "yoguis", y una bodega hasta arriba de vino carísimo que se creen que no conocemos. —Se rió con ganas—. Ah, y el invernadero de apoyo. No da para todos, ni de coña, pero como esta gente no tiene ni idea, se creen que con eso se pueden alimentar hasta fin de los tiempos, que son "autosuficientes". En el anillo B es donde trabajamos nosotras. Somos unos ochenta y pico entre personal sanitario, limpieza y mantenimiento. De seguridad y gestión, unos treinta o cuarenta más.
—¿Y en el C?
—Pues eso son las "tripas", la maquinaria que nos mantiene vivos: aire, agua, baterías, generadores, impresoras 3D industriales para piezas, depuradoras, y un montón de cosas más de las que no tengo ni idea. Si falla algo allí, nos vamos a la mierda todos. —Bajó la voz—. Y allí también están las provisiones: si seguimos el plan, las raciones asignadas y todo ese rollo, en teoría aguantamos cuatro, cinco años; y también, en teoría, con el invernadero muchos años más, pero ya te digo, que eso del invernadero es un engañabobos para tranquilizar a nuestros excelsos huéspedes. El agua va en circuito cerrado con ósmosis y remineralización y no sé qué rollos más para poder volver a usarla; la energía es por baterías y unos microgeneradores nucleares compactos (bastante ilegales, por cierto; en cualquier sitio normal no los permitirían, pero estos cabrones, con el dinero y los contactos que tienen, consiguieron meterlos aquí para asegurarse de que nunca les falle la luz), pero ya sabes: para los ricos no hay nada ilegal. Y no sé, creo que ya.
La escuché con la mirada fija en el suelo.
—¿Cuánta gente has dicho que hay? ¿En total?
—Unos doscientos sesenta. —Se encogió de hombros—. Creo.
—¿Y el control de la gente, cómo las identifican, con las pulseras esas?
—Sí. Pulseras biométricas, pero también con cámaras en los pasillos y demás. "Seguridad amable", la llaman, sonrisa de hotel, pero nos vigilan. Esto es como un Gran Hermano, pero sin posibilidad de que te nominen. Te quedas aquí para siempre y te jodes.
—Vale, gracias. —Dudé—. ¿Te puedo preguntar una cosa? ¿Cómo era tu hermano?