Luego entendería que la cagada empezó mucho antes de que temblaran las paredes. Empezó en la puta tablet de la señora Briand.
Yo no estaba allí, claro, pero me la imagino perfectamente: sola en su despacho, tarde, con la bata perfecta y el moño tan tirante que no se movería ni con un terremoto. Tendría la tablet apoyada en la mesa, comprobando las cifras de las raciones. Por planta, por tipo de personal, la curva de consumo, los porcentajes y esas cosas. Frunciendo el ceño y mirando las pequeñas desviaciones que había descubierto en la zona de enfermería.
Ella era la típica persona a la que le dolía físicamente ver un número fuera de sitio.
Y entonces, en algún momento, pasaría a comprobar los datos del personal. Me la imagino mirando los horarios, los cambios, los permisos y esas cosas. Y allí, en "Apoyo informático", aparecerían mi cagada: las dos nuevas altas que había introducido en el sistema, la mía como informático y la de Montalbán como mi ayudante. Qué iluso de mí. Siempre he metido la pata por hacer las cosas sin pensar.
Supongo que cuando vio esos nombres desconocidos para ella sería como si estuviera mirando dos moscas gordas y feas en una pared blanca impoluta. Le daría un tic en el ojo al descubrir esos nombres, pasando el dedo por encima de nuestras fichas sin tocarlas, como si fueran contagiosas. Comprobaría las fechas: todo perfectamente anterior al cierre, gracias al pequeño truco de terminal que había usado. Comprobaría las áreas asignadas: zonas técnicas del anillo C, nada fuera de lo común.
Pero aun así, mal.
Muy mal.
Porque Claire tenía un problema personal con las cosas que "ayer no estaban en su listado".
Y con esa misma cara de profesora tiesa que ha descubierto que sus alumnos copian en los exámenes, habría tomado la decisión: reunión urgente con todo el personal bajo su mando. Enfermería, auxiliares, limpieza, mantenimiento. Todos.
Me enteré de la reunión por Nora después, pero me hice una imagen clara de la escena.
Sala de reuniones llena. Sillas de plástico en filas apretadas, gente con la bata arrugada, ojeras, manos cruzadas sobre el pecho.
Entra Claire agarrando su tablet bajo el brazo.
Ella no era de las que elevaba la voz ni daba golpes en la mesa. No le hacía falta. Entraba con esa sonrisa de serpiente que te hacía cagarte encima de miedo aunque no hubieras hecho nada.
—Gracias por venir —diría, como si tuvieran elección—. Intentaré ser breve, todos tenemos mucho trabajo.
Eso era mentira, por supuesto: lo que tenía eran muchas ganas de cuadrar sus listados y encontrar al culpable.
Primero les hablaría de desviaciones en el consumo de comida y medicación, de pequeñas irregularidades en la planta tal, en el turno cual. Nada concreto, todo lo suficientemente abstracto como para que todos se sintieran algo culpables.
—Aquí nadie va a robar ni un gramo de comida —habría soltado, sonriendo—. Y quien lo haga, quien sea, lo va a pagar muy caro. Como sabéis, aquí está todo medido con exactitud. Estamos en un búnker con los suministros justos, no en la granja de Pin y Pon.
Silencio. Gente moviéndose incómoda en la silla. Miradas de reojo.
Nora tragando saliva. Irene, rígida al lado, con la mandíbula apretada. Ellas aún no sabían nada de mi cagada al habernos dado de alta en el sistema; solo temían que las pillaran por robar comida y medicamentos para dos polizones que tenían escondidos.
Pero entonces Claire habría cambiado de pantalla.
—Segundo asunto —diría, con esa calma que daba más miedo que un grito—. Incoherencias en el personal.
Dio un par de toques en la tablet y proyectó la lista en una pantalla. Deslizó el listado de personal hasta llegar a "Informática", hasta nuestros nombres.
—Desde el cierre —continuaría—, no ha entrado ni salido una sola persona al búnker por razones tan evidentes como bombas nucleares allí arriba y esas cosas. Me sé de memoria todas las caras y todos los nombres.
Pausa. Mirada general.
—Y, sin embargo, hoy he descubierto estas dos fichas nuevas en el apartado de apoyo informático: Marcos Villena Serrano y Julián Montalbán Requena.
Silencio total.
Nora habría sentido cómo se le helaba la sangre. Irene la miraba de reojo, disimulando.
—A estos dos no los he visto jamás en los pasillos —seguiría Claire—. Y en las fichas figura que estaban contratados antes del cierre.
Habría levantado la vista, barrido la sala como un radar.
—¿Alguien sabe quiénes son? ¿Los ha visto?
Ni un alma. Más silencio. Si hubiera habido grillos en ese sitio se habría oído cric-cric, cric-cric.
Alguno se encogería de hombros. Alguna auxiliar miraría al suelo, nerviosa sin saber por qué.
—Muy bien —diría Claire, sin perder la sonrisa—. Hablaré con el encargado de informática. Alguien ha tocado lo que no debía. Y lo voy a averiguar.
Cerraría la cuestión con un "pueden volver a sus puestos", y la sala se vaciaría rápidamente, con la gente desesperada por salir de allí.
Pero antes de irse, añadió, casi de pasada:
—Nora, ¿te quedas un momento, por favor?
Y ahí es donde a Nora le dieron ganas de vomitar.
Claire la miró fijamente. La sala estaba vacía. Estaban solas las dos.
—¿Tú no tendrás algo que contarme, verdad, Nora? —le habría preguntado la jefa, sin rodeos—. Sobre estos dos nombres.
Nora me dijo que su primer impulso fue mirar a la puerta, como si pudiera escaparse por ella. El segundo, reírse. El tercero, vomitar.
Al final se armó de valor y contestó:
—No, señora Briand. Ni idea. Si son informáticos y no han pasado por enfermería para nada, no los tengo controlados. Solo me fijo en los médicos, los enfermeros y demás personal sanitario. Y en los pacientes, claro.
Claire no le habría quitado ojo de encima, sin parpadear. A esa mujer le gustaba el silencio, pero casi se la podía escuchar pensar.
Tras unos segundos eternos sin decir nada, contestaría: