CENTINELAS
La lluvia no paraba de caer, el cielo lloraba amargamente la muerte de aquella mujer. Lo miraba desde lejos, mi cobardía no me permitía acercarme, demostrarles a todos que había alguien que lamentaba su ausencia.
La tierra fue cubriendo su cuerpo lentamente, sólo un hombre se encargaba de llenar la fosa… Nadie más había alrededor de aquella tumba.
Mi llanto se fue, cuando la lluvia dejó de caer. La tarde se acurrucaba cuando decidí aproximarme, sentí un nudo en la garganta, con ganas de llorar, estando ya seca, queriendo gritar mí dolor, pero nadie debía saber que yo estaba ahí, que aquel cuerpo inerte bajo la tierra en algún momento fue mi amiga.
Mi dolor se fue transformando en ira, al ver que ni su nombre, habían puesto, mis manos se posaron sobre la tierra húmeda que la cubría y la muerte tocó mi piel… Sentí que era chupada hacia abajo, quise echarme para atrás, escapar; pero la fuerza era mucha… Grité por ayuda, pero el eco de mi voz rebotó en las lápidas, regresando a mis oídos cual bumerang y era el sonido de mi voz, pero no mis palabras…
-¡Ahora van por ti!... ¡Cuídate mi pequeña! ¡Cuídate!
Y la tierra continuó devorándome, mis codos ya no se veían y en mi desespero, sentí que alguien me cogía las manos, creí que no saldría con vida y supe que eran las manos de aquella que acababan de enterrar… Era la suavidad de sus dedos y luego aquel dolor insoportable en la palma de mi mano… Eché el cuerpo hacia atrás y fue como si mis brazos estuvieran aprisionados por el aire, la fuerza con que mi espalda cayó sobre la tierra, fue tal que sentí que todo se me movió por dentro.
Al llegar a casa no aguantaba el dolor en mi costado derecho, apenas podía respirar. Mamá se me quedó mirando en silencio, quise retirarme sin darle explicaciones, pero las maletas junto a la mesa me detuvieron; entonces fui yo la que la miré y sin preguntarle, me respondió:
-Te vas a casa de tu madrina.
El preguntar, ¿Por qué?, sería perder el tiempo, jamás me diría la verdad, que yo ya sabía… Me alejaban por mi amistad con la difunta, La llamaban “la hechicera” y yo escapaba de mi casa para irme a la de ella. Mi familia tuvo miedo… Queriendo evitar, con aquel viaje, que yo terminara como ella, despreciada y asesinada por todos.
No pude evitar la culpabilidad del que utiliza la oscuridad para escapar de su yerro. La luna se hizo eco de mi asombro y se ocultó de pena, al verme salir sola de casa, mis padres se quedaron entre aquellas paredes, dejándome a merced de lo que me esperaba.
El que se encargaría de llevarme con bien a casa de mi madrina, era el viejo molinero, que con su destartalada carreta me esperaba junto al chiquero. Sentí el beso cálido de mamá y la mirada preocupada de papá, luego… Los constantes saltos que molían mi cuerpo. Las ganas de llorar, cortaban mi respiración, pero no dejé salir ni una lágrima, sentí la mirada desconfiada de aquel hombre sobre mí, la intranquilidad de mi cuerpo me alertó del peligro y desde ese momento lo vigilé.
Los alegres rayos del sol me dieron algo de tranquilidad, pero aquel viejo, me ponía nerviosa, miraba de un lado a otro, cómo buscando algo.
Nos detuvimos en el riachuelo para dar de beber al burro y aproveché para estirar las piernas y refrescarme con aquella fría agua que bajaba de las mismas entrañas de la montaña, que se veía a lo lejos con su manto blanco… Pero entre la calma que se respiraba en aquel lugar, algo mantenía mi piel erizada, como presintiendo el peligro.
-¡Eh!... ¡Muchacha! ¡Vámonos! ¡Apúrate!
Sentí su molestia en la voz y la mirada. Hizo rodar la carreta y apenas tuve tiempo de sujetarme para no caer al suelo.
-¡Tenga cuidado!
-¡No debí aceptar este trabajo!... ¡Debí decirle a tu padre que no podía llevarte!
-¿Por qué no?
-¿Por qué no vino él contigo?
Y tuve que morderme la lengua, porque esa misma pregunta latía en mi corazón desde que salí de casa.
El pobre burrito ya no podía caminar más aprisa y aun así la fusta no dejaba de hostigar su lomo.
-¡Apúrate! ¡Maldito animal! ¡Camina!
A cada golpe que le propinaba al burro, mi sangre se calentaba y de pronto, el animal ya harto, se detuvo y no hubo forma de hacerlo andar.
El hombre se bajó y lo haló del hocico y fue como si nada… El burro estaba petrificado. Aquello me hizo gracia y sonreí levemente, haciendo que el viejo enfureciera aún más.
-¡Esto es tu culpa! ¿Verdad?
-¿Qué?
-Debí hacerle caso a los rumores del pueblo…
-¿De qué está hablando?
-¡Libera al burro del hechizo!
-¿Qué cosa?
-¡Míralo como está pasmado!
Sin querer miré al animal y tengo que admitir que el hombre tenía razón… El burro seguía tieso y sus ojos comenzaban a tener un color rojizo; se le doblaron las patas y cayó al suelo.
Editado: 29.10.2022