Ceo Malo

CAPITULO 2: Belinda

Meses atrás…

—Por favor, no puede echarnos a la calle con mis niñas. Se lo suplico, le prometo que esta semana conseguiré un trabajo, le pagaré —le rogué con la voz quebrada, mis manos temblaban mientras trataba de sostener a mi bebé, que dormía ajena a la tormenta. Mi corazón latía con fuerza, el miedo y la desesperación me nublaban la mente. A mi lado, mi pequeña se aferraba a mi pierna, su carita angustiada me partía el alma.

El señor Quintana, con su mirada fría y llena de desprecio, tiraba la ropa de mis hijas sin piedad, como si fueran trapos viejos aunque lo eran.

—¡Tiene un mes repitiendo el mismo cuento! —gritó, sin siquiera mirarme a los ojos—, ¡hoy mismo se largan a la calle, no me verá más la cara de estúpido!

El sonido de sus palabras fue como un golpe seco en el pecho. Sentí que el mundo se derrumbaba a mis pies. «¿Qué haría ahora? ¿A dónde iríamos?» Mi cuerpo temblaba de impotencia. Apenas podía contener el llanto.

—Señor Quintana, por favor…, trabajé en su casa el mes pasado, solo llevamos dos semanas de este mes, ¡y ya me está cobrando el alquiler! —traté de explicarle, mi voz se quebraba, luchaba contra las lágrimas, pero sabía que no podía flaquear. No frente a mis hijas—, por favor…, piense en mis niñas…

Él me miró con una mezcla de indiferencia y fastidio. Bajó la mirada hacia Belinda, mi hija, quien, a pesar de su miedo, se soltó de mi pierna y caminó con decisión hacia él. La miré, confundida, sin entender qué pretendía hacer y entonces, mi pequeña, con una valentía que no sabía que tenía, se plantó frente a Quintana y le dio la mejor lección que jamás hubiera imaginado.

—Quédese con su cuchitril lleno de moho y cucarachas —le dijo con voz firme y clara—, tenga dinero para ver si así se le quita lo inhumano —dijo, sacando unos billetes de su pequeño abrigo. Era dinero de su juego de monopolio, pero lo lanzó con una dignidad que me dejó sin palabras.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. No podía creer lo que estaba presenciando. Belinda, con sus manitas pequeñas, recogió la poca ropa que el señor Quintana había tirado, las metio en una bolsa y me la entregó.

—Vámonos, mami —dijo, mirándome con la determinación de una niña mucho mayor—, vamos a buscar un mejor lugar.

No podía articular palabra. Sentí que mi corazón se rompía y se sanaba al mismo tiempo, todo gracias a esa pequeña niña que, en ese instante, parecía más fuerte que yo. Con las pocas pertenencias que teníamos, me aferré a la manito de Belinda mientras sostenía a la bebé en brazos.

—Que Dios lo bendiga, señor Quintana —susurré.

El hombre no respondió. Sus ojos estaban clavados en mi hija, como si todavía no entendiera lo que acababa de suceder y nos fuimos de allí, dejando atrás aquel lugar que nunca fue un hogar.

Caminamos sin rumbo por horas. Belinda llevaba una pequeña bolsita de ropa y yo, agotada, sostenía a mi bebé que ya comenzaba a inquietarse. El hambre nos perseguía a todas, pero mi bebé…, ella ya no tenía nada que succionar de mi pecho vacío. Desde ayer no he comido. Las monedas que me quedaban solo alcanzaron para comprar un poco de leche y un pan para Belinda.

—Mami, quédate aquí. Voy a preguntarle a esa chica linda si nos deja dormir en su pastelería —dijo Belinda con una sonrisa traviesa, señalando a una joven rubia de la pastelería. Me quedé paralizada, negando con la cabeza, mientras ella se cruzaba de brazos con la determinación que solo un niño puede tener.

—Cielo, somos unas desconocidas…, la gente no siempre es como tú, tan dulce y de buen corazón —le susurré, sintiendo cómo la tristeza pesaba en cada palabra. Belinda, sin embargo, no me escuchaba, tenía la mirada fija en la rubia que, desde su ventanal, nos observaba con curiosidad. Mi hija no dejó de sonreírle, como si con su pura inocencia pudiera derribar cualquier muro.

—Mami, ¡mira! ¡Me está saludando! Ya va, espera aquí —dijo con la emoción desbordando en sus ojos.

—¡No, Belinda…! —traté de agarrarla, pero fue demasiado rápida. La vi correr hacia la pastelería con su vestido pequeño y raído ondeando al viento. Mis pies se congelaron por un instante, mientras veía cómo desaparecía tras la puerta de vidrio. Mi corazón se aceleró, y con mi bebé en brazos, corrí detrás de ella, el miedo y la vergüenza apretando mi pecho.

Entré a la pastelería y ahí estaba Belinda, parada frente a la chica rubia, quien la miraba sorprendida, pero con una sonrisa amable. El olor dulce del azúcar y el pan recién horneado hacía gruñir mi estómago.

—Señorita, me llamo Belinda, pero todos me dicen Bel y ella es mi mami —dijo mi hija con su voz clara y firme—. ¿Sería tan amable de dejarnos dormir una noche aquí? Yo puedo ayudar…

—¡Belinda, silencio! —interrumpí, mi voz salió más fuerte de lo que pretendía, el nerviosismo me hacía temblar. La pequeña se giró hacia mí, y sus ojos se llenaron de lágrimas, esas que me destrozaban el alma. Me arrodillé a su lado, con la voz quebrada—, lo siento, ven aquí, ya basta.

Belinda, con un pequeño puchero en los labios, me miró con esos ojos grandes y llenos de lágrimas.

—Solo quiero ayudarte, mami… —susurró con una dulzura que me hizo sentir como la peor madre del mundo.

Noté que algunas personas en la pastelería nos miraban, tal vez por el alboroto que habíamos causado o por nuestras ropas humildes, pero en ese momento solo quería desaparecer.

—Hola —dijo con una voz suave—, deja que la niña hable. La he visto algunas veces apoyada en mi vidriera—Era tan hermosa, con su cabello rubio perfectamente peinado, su piel resplandeciente y joyas que brillaban en sus delicadas manos. Se agachó hasta estar a la altura de Belinda, quien, en un gesto dramático, se secó las lágrimas de los ojos, como si fuera parte de un acto bien ensayado—, dime, cielo, ¿qué sucede?

—No tenemos dónde dormir —respondió Belinda, sin titubear—, mi hermanita necesita leche porque mi mami no ha comido y ya no tiene lechita para ella. Yo puedo trabajar para usted, por favor. Puedo limpiar el piso, atender a los niños… —Belinda hablaba como una cotorra, sin parar, mientras yo la observaba, apenada, queriendo detenerla pero sin poder hacer nada—, mi mami me enseñó que debemos trabajar para ganarnos la vida, y si no ganamos dinero, hacemos un trueque.




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