Ceo Malo

CAPITULO 3: Genesis

Esa noche me aferré a mis hijas, abrazándolas con fuerza, incapaz de conciliar el sueño. No era miedo lo que me mantenía despierta; de hecho, me sentía en paz en este lugar. Pero había algo más profundo, una inquietud que no podía acallar. Siempre he sido una mujer que se gana lo suyo, que nunca acepta nada sin dar algo a cambio. La vida me enseñó que nada es gratis y que la ayuda, por lo general, viene con dobles intenciones. Aun así, en la mirada de Débora no vi rastros de maldad, solo una dulzura genuina que me desconcertó.

Antes de que saliera el sol, un pensamiento se coló en mi mente: esos ojos…, los mismos ojos de Belinda. Cerré los míos con fuerza y una lágrima se deslizó por mi mejilla, como si así pudiera espantar la imagen. No merecía seguir pensando en él, no después de todo lo que pasó. Miré a Mía, mi bebé, tan serena durmiendo junto a mí, y acaricié su carita. Ella no fue un error; nunca lo sería. Aunque su padre fue mi peor decisión, ella es mi mayor bendición. Si tan solo la necesidad no me hubiera llevado a estar con él…, tal vez mi vida sería diferente ahora. Pero no sirve de nada lamentarse. Aquí estoy, en esta lucha diaria, peleando por un futuro mejor para mis hijas.

Con un suspiro profundo, me levanté. El primer rayo de sol entraba por la ventana. Me puse en marcha, preparé algo de comer y las mamilas para Mía. Al entrar al tocador, me sorprendí al ver los productos que Débora había mandado a pedir para nosotras: jabones, cremas, hasta cepillos de dientes nuevos. Mi corazón se llenó de gratitud. Me lavé el rostro y, por un momento, me permití sonreír.

Luego de asearme, decidí sacudir un poco el estudio. El lugar estaba impecable, como si nadie hubiera puesto un pie aquí en años. La belleza y el refinamiento del local me dejaron sin palabras; todo estaba en su sitio, ordenado, elegante. Inspirada, saqué unos ingredientes del armario y me atreví a preparar unas galletas y unos ponquesitos de miel y jengibre, siguiendo la receta de mi abuela. De ella heredé el amor por la cocina. Mientras decoraba cada mesa con platillos pequeños, llenando el mostrador con dulces aromas, una ola de nostalgia me golpeó. Era un pedacito de mi pasado que lograba traer al presente, aunque solo fuera por un instante.

Antes de que llegaran los empleados, me escondí de nuevo en el estudio. Observé a Belinda, sentada en la cama, dándole el biberón a Mía. La luz suave de la mañana iluminaba su cabello dorado, y una paz inexplicable me envolvió al verlas juntas.

—Mami, buenos días. ¿Cuál es mi primera tarea? —me preguntó Belinda con una sonrisa radiante.

Sonreí para ella, sintiendo cómo mi corazón se hinchaba de amor. Tomé a Mía en mis brazos, acariciándole la espalda para sacarle los gases.

—Buenos días, mi cielo. Primera tarea cumplida, le has dado la mamila a tu hermanita. Ahora quiero que vayas a asearte, debemos estar listas para irnos antes de que llegue Débora.

Vi cómo su carita se apagaba de inmediato. Su sonrisa desapareció, y sus ojos se llenaron de tristeza.

—Pero este lugar es muy lindo, mami —dijo con un tono suplicante—, tenemos una camita calentita para todas, comida, y no hace frío…

Sentí un nudo formarse en mi garganta, uno que apenas pude tragar. Me incliné para besarle la frente, aspirando su aroma infantil, el perfume de la inocencia que tanto me dolía.

—Bel, cariño… —Mi voz tembló, y respiré hondo antes de continuar—, este no es nuestro lugar ni nuestro hogar. No podemos quedarnos aquí como aprovechadas. Débora nos ayudó una noche, pero no será así toda la vida. Sabes que…

No pude terminar la frase. Mi voz se quebró al ver cómo sus ojos se llenaban de lágrimas contenidas, como si ella, tan pequeña y frágil, entendiera más de lo que cualquier niña de su edad debería entender.

Génesis 3:17-19 — dice rodando sus coloridos ojos con fastidio, es que se gana un genio a veces—, con trabajo comerás de la tierra todos los días de tu vida y con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás…

Asiento con una sonrisa para ella, y la veo marcharse al tocador con la mirada gacha, evitando encontrarse con la mía. Suspiro. Por un momento, también quisiera quedarme aquí, disfrutar de este pequeño respiro, pero sé que no puedo.

No podemos…

Con la bebé alistada y el puesto impecable, reviso rápidamente que todo esté en orden. Al no ver a Belinda por ningún lado, empiezo a llamarla.

—Belinda, ¿dónde te has metido ahora? —murmuro, mirando alrededor.

Entonces, escucho risas y voces alegres afuera. Frunzo el ceño, sorprendida.

—¡Dios mío! ¿En qué momento salió? —chillo, con el corazón acelerado.

Me acerco sigilosamente y, al asomarme, veo a Bel en medio de un pequeño grupo de personas, con su carita radiante y llena de entusiasmo. Está rodeada de clientes del local, riéndose y hablando.

—Gracias a todos por estar aquí. ¡Mi mami les va a preparar más galletas y ponquecitos! —anuncia con una sonrisa, mientras los demás ríen y aplauden.

Débora, que está cerca, la observa con una expresión que no logro descifrar. No es molestia, parece... ¿admiración?

—Y si compran dos helados de fresa y mantecado, les obsequiamos una delicia hecha por mi mami. ¡Son las mejores, se los prometo! —añade con picardía, alzando sus manos.

—¡Piis, piiis! Bel..., shiss, shiss, ¿qué haces? —la llamo intentando ocultarme un poco, pero ya es tarde. su sonrisa se ensancha, traviesa, apuntándome con el dedo.

—¡Ahí está mi mami! —grita, mientras todos se giran a verme. Mis mejillas se encienden, sintiéndome de repente el centro de atención—, ¡mami, ven aquí! —insiste, haciendo señas para que me acerque.

Los presentes empiezan a aplaudir y Débora se acerca, tomándome del brazo con un gesto cariñoso.

—¡Hola! Eh…, saludos a todos. —Digo algo nerviosa, tratando de mantener una sonrisa mientras sostengo a Mía en brazos. Débora, divertida, me la quita con suavidad y empieza a llenarla de besos.




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