Ese primer día de trabajo creí que estaba comenzando una nueva etapa, una oportunidad para darle una vida mejor a mis hijas. Pensé que este empleo sería un puente hacia la estabilidad que tanto anhelo para ellas. Pero resultó ser todo lo contrario. Cada día se siente como una lucha constante, una batalla que debo enfrentar sola, tragándome mis miedos y mis lágrimas, sin dejar que mis hijas vean cuánto me pesa esta carga. No dejo el trabajo por necesidad, porque sé que si lo hago no tendríamos nada, y además, no quiero seguir siendo una carga para Débora.
Hace dos semanas decidí que no podíamos seguir viviendo en su estudio. Fueron meses en los que ella, sin pensarlo dos veces, cerró su local para cuidar a mis niñas, me decía que no había problema, que podía manejarlo. Pero yo sabía que estaba sacrificando mucho por nosotras, incluso su local. Aunque Débora insistía en que no necesitaba que le pagara, que tenía suficiente dinero y lo sabía, pero no podía permitir que siguiera haciéndolo sin recibir nada a cambio. Mi sueldo es una miseria, apenas alcanza para lo básico, y aun así, me las arreglaba para preparar cestas con ponquesitos y venderlas en el transporte público antes de irme a trabajar. También llevaba ocultos algunos pedidos en la empresa de ese amargado y malhumorado CEO. Nunca lo he visto, pero me lo imagino como el ser más horrible del mundo: barrigón, calvo, con una mirada agria y sin dientes.
Cierro los ojos con fuerza, intentando tragarme la amargura que amenaza con salir en forma de lágrimas. Bajo la mirada y me encuentro con mi bebé, acurrucada en un cesto de verduras, su pequeño chupete en los labios, mirándome con esos ojitos llenos de vida. Me sonríe, y su sonrisa es como un bálsamo para mi corazón herido. Le devuelvo la sonrisa, aunque sé que no llega a mis ojos, intento que mis hijas no noten el cansancio y la tristeza que cargo.
El día finalmente termina. Busco a Belinda en la cocina, y la encuentro junto a Esteban, mi mano derecha en este lugar. Esteban me mira con esos ojos marrones brillantes que siempre tienen una chispa de ternura. Nunca pensé que a estas alturas de mi vida, podría tener un pretendiente. Pero ya fui clara con él, apenas lo noté, le expliqué que no quiero ninguna relación, no tengo tiempo para romances. Mis hijas son mi prioridad, no quiero traer más problemas a nuestras vidas. Esteban parece comprenderlo, aunque a veces veo en sus ojos algo más, un sentimiento que no se atreve a expresar en palabras.
—¿Te hizo llorar otra vez? —me pregunta Belinda, frunciendo el ceño y apretando mi mano con la suya. Ella es tan pequeña, pero parece tan madura para su edad.
—Le dije a Esteban que le diera unas trompadas —añade con una seriedad infantil que me saca una sonrisa amarga—, pero él solo se echó a reír, es un cobarde.
—No, mi amor —miento, tratando de sonar tranquila. Hoy me lanzaron la comida a la cara—, esta vez no devolvió la comida y parece que no me la descontarán de mi salario.
«Si lo que lo harán, me tocara arreglármelas»
El vigilante se acerca para avisarnos que debemos salir rápido, pero antes de irnos, Bel le entrega unas galletas al hombre, quien sonríe y besa su cabecita con cariño. Es un buen señor, ha permitido que traiga a las niñas al trabajo y nos ayuda a salir cuando todos dejan la empresa. No puedo evitar sentir una punzada de gratitud hacia todas las personas en la cocina que me han apoyado sin hacer preguntas, simplemente porque ven mi necesidad. Me conmueve pensar que, a pesar de todo, Dios no nos ha dejado desamparados.
—¿Quieres ir a ver a Débora? —le pregunto, intentando medir sus ánimos.
La verdad es que hoy no tengo fuerzas para nada más. Tomar dos transportes para llegar a casa cerca de la medianoche es algo que no quiero hacer hoy. Estoy exhausta. Preparé más de cinco platos diferentes para el equipo que llegó del extranjero, y mis manos todavía tiemblan del cansancio.
—¡Sí, la extraño mucho! —responde con entusiasmo, sus ojos se iluminan al escuchar el nombre de Débora.
Sus palabras me parten el alma. Débora ha sido como una segunda madre para mis hijas en estos meses difíciles. Siento un nudo en la garganta, pero intento disimularlo con una sonrisa. Me incliné hacia ella y acarició su mejilla.
—Está bien, cariño. Vamos a verla. Seguro le alegrará mucho verte.
No sé qué haría sin su apoyo. Mi corazón se llena de agradecimiento, pero también de culpa. «¿Cuánto más puedo seguir así? ¿Cuánto más podré sostener este ritmo, este trabajo que me consume lentamente?» No tengo respuestas, solo tengo el deseo de que algún día mis hijas puedan tener la vida que merecen. Y es esa esperanza la que me hace seguir adelante, día tras día, aunque me sienta al borde del abismo.
Belinda se aferra a mi brazo mientras nos balanceamos con el traqueteo del transporte público. Aferró a mi pecho a la bebe, Bel me mira con sus grandes ojos, esos ojos que son reflejo de su inocencia y recordatorio de su padre.
—Eres la mejor mamá. Gracias por todo lo que haces, mami… —me dice con la voz entrecortada, sus ojos se llenan de lágrimas que intenta retener.
El nudo que siento en mi garganta arde. Trato de tragarlo, pero es como si me ahogara con mis propias palabras.
—Y tú eres la mejor hija, y hermana mayor —le digo mientras dejo un beso en su pequeña sien, sintiendo su cabello suave bajo mis labios.
Belinda baja la mirada, sus lágrimas se deslizan por sus mejillas silenciosamente. La abrazo más fuerte, como si quisiera protegerla de todo el dolor que nos rodea.
—Prometo que un día les daré una mejor vida… No tendrán que salir a trabajar conmigo, ni pasar horas en estos transportes llenos de gente, de ruido, de cansancio —susurro, más para mí que para ella.
Es una promesa que me repito todos los días.
Ella levanta la mirada y me sonríe, a pesar de sus lágrimas.
—No me molesta, mami. Me gusta estar contigo. Lo que me molesta es verte llorar todos los días por ese feo CEO —me dice con una sinceridad que me desarma.