Los años siguen pasando entre constantes intentos de no desfallecer. No rendirme, no dejar de soñar y ni siquiera perder la esperanza de que, si sacrificaba lo suficiente, todo lo que deseo se hará realidad.
Me sentía valiosa, fuerte y capaz, era una madre después de todo. Podía planear, algo en lo que consistía gran parte de mi día a día. Planear cómo administrar bien mi tiempo libre, cómo sacarle provecho a cada instante que disponía con las personas que realmente me importaban. Lo hice tanto, que incluso llegó a volverse en mi obsesión.
No era sencillo administrar mis estados de humor cambiantes cuando esto no funcionaba. Podía pasar de la euforia a la desilusión más firme que hubiera sentido jamás, llegando a dominar por completo el ánimo de mis días. Nublando cada intento de sentirme satisfecha con la vida de madre de familia que había logrado tener.
Mi yo silenciado, a veces gritaba. Tan fuerte que ensordecía cada uno de mis pasos hacia la rutina habitual. Quería salir, ansiaba viajar, tener amistades en las que poder confiar. Hacer cosas por mí misma y para mí. Ser lo que todos llamarían, "un poco egoísta" al menos por una vez.
Y lo haría. No sin empezar a cavar una brecha entre quien debía ser y quien era en realidad. No sin encontrar una nueva manera de discrepar en una relación ya congestionada por la rutina. Él estaba a gusto así, le era sencillo entrar en ese estado de neutralidad que a mí me desesperaba. Yo quería más.
Un marido que se mojara. Que luchara por seguir siendo atento, cariñoso, detallista o que mínimamente quisiera comunicarse conmigo sin llegar a discutir cuando nuestras diferencias florecieran. Alguien que aceptara que mis defectos eran igual de válidos que los suyos. Alguien que no corrigiera cada uno de mis fallos y mis tropiezos que eran muchos, con burla. Un apoyo, que poco a poco se convertiría en lo opuesto.
No obstante, no le culpaba, a pesar de que hoy lucho por dejar atrás el resentimiento que me domina.
La culpa se tornó en mi compañía. Yo era la difícil, la extraña. Que no nunca se conformaba, la que pedía demasiado. La que vivía en una nube, en un mundo irreal. Siempre fui demasiado; demasiado intensa, demasiado dramática, demasiado quejica, demasiado soñadora...
Simplemente debía aprender a aceptar que aquella era mi vida, yo misma la había elegido. Yo la había planeado, organizado, y también había orquestado vivir con una persona tan fría en ocasiones, que ponía la duda en el lugar de la paz. Admitir que nada era perfecto, que jamás obtendría el amor y el desvelo que yo demostraba. Pensar que aquella tal vez, era lo que merecía, una especie de castigo por no poder dejar a un lado a mi antiguo yo.
Y entonces dejé de escuchar.
Volví a tropezar en el error de que un nuevo hijo uniría lo que el tiempo parecía querer separar. Me comprometí con mi nuevo cometido de sacrificar todo lo que hubiese logrado y empezar una nueva etapa donde mi esencia como mujer, volviera a quedar a un lado.
Yo solo era una madre, una esposa dedicada. No había espacio para nada más.