Me subí al Sunlymined19 con un pasaje falsificado en el bolsillo. Aunque era un modelo relativamente nuevo, el barco ya tenía fama: unas 790 literas, dos cocinas industriales y una azotea con piscina que siempre estaba llena. Medía 870 pies de eslora y su manga era de 92 pies y 6 pulgadas. Estaba pensado para viajes a Hawái que le cambiarían la vida a los pasajeros.
Después de entregarle al guardia mi boleto falsificado, me dispuse a subir al barco. El tamaño del Sunlymined19 me abrumó de inmediato; era casi de la misma envergadura que el Titanic. Solo me faltaba una Rose Dewitt Bukater para completar la copia. Sorpresivamente sí llegué a tener una, y no tardó mucho para que la conociera.
Dejé mis maletas en la respectiva habitación y salí a dar una vuelta por el barco con el objetivo de familiarizarme con el lugar. El barco aún no había zarpado cuando, de pronto, empezó a moverse lentamente. El piso de los pasillos estaba adornado con una larga alfombra a cuadros rojos, naranja y negro, al estilo El Resplandor. Las paredes de un amarillento concreto que parecía ser de madera de pino, demasiado amarillado.
Iba con las manos reposadas en los bolsillos de mi abrigo verde, sin prestarle atención a nada en especial. De pronto, el suelo se tambaleó como si hubiese un fuerte temblor. Me caí cuando el barco se estabilizó un poco y finalmente comenzó a navegar.
Apareció frente a mí una bella dama con un sombrero negro, tan bella que se me olvidó respirar. Su mano izquierda metía una mascarilla en su bolso del abrigo. Era pelirroja y pecosa, con una falda hasta la rodilla, tenía los ojos verdes. Tenía su mano derecha alzada y cerrada sobre su boca, tratando de contener su risa.
Me levanté, palmeando mis pantalones para quitar lo sucio. Aunque ella no pudo evitar su risa y comenzó a reír, una sonrisa dulce y nada malévola. Yo estaba medio enojado por la risa de ella, pero no importaba, pues no habían pasado ni cinco segundos y yo ya me había enamorado.
Maldije un poco, y luego le pregunté si tenía mala pinta. Ella se mostró claramente desubicada, y tenía toda la razón del mundo; estábamos en un barco en Estados Unidos, un barco con destino a Hawái, miles de personas de todo el mundo pudieron haber viajado hasta acá. Vamos, yo ni siquiera soy de Estados Unidos, ¿Qué me esperaba? ¿Que coincidentemente la primera persona que viera fuera también española?
En fin, le dije lo mismo pero ahora en inglés. A ella le costó un poco captarlo, pues mi pronunciación es fatal.
Resulta que ella es de Francia, y vino sola, sin ningún acompañante. ¡Bingo! Saqué la lotería. Entonces yo le respondí que yo también vine solo, y pregunté en cuál habitación se quedó. Me reveló que su habitación es la 11-C, algo lejana a la que yo tenía.
La plática fue agradable, y yo ya no tenía la necesidad de apoyarme en la pared con tal de no caerme. Cuando me contó su nombre, yo quedé encantado; Coralie se llamaba; tenía veintidós años y era soltera (este último dato lo conseguí gracias a tocar el tema de que unos tíos míos se casaron hacía dos semanas, luego seguí con un hilo de preguntas que cada vez se acercaron discretamente al objetivo de preguntar su situación amorosa).
Cuando la conversación estaba por esfumarse, decidí apostar y la invité al día siguiente, a la piscina a las 4 en punto.
Ella tardó un poco en contestar, entonces los nervios se me subieron a flor de piel. Alcé mis manos y las comencé a mover con tal de aligerar un poco, hacer más amigable la propuesta. Luego dije: aunque sea quedarnos arriba viendo las olas, no necesariamente entrar a la piscina, quiero decir.
Sus labios se curvaron formando un hoyito en las mejillas al sonreír, sus ojos se empequeñecieron; Una sutil sonrisa que me dejó fascinado.
Para sorpresa de todos —excepto los amantes de las historias de romance— ella aceptó con entusiasmo, manteniendo su bella sonrisa.
Tras retirarme, volví a mi respectivo camarote; tenía aproximadamente 13 metros cuadrados, suficiente para una persona solitaria. Tenía una ventana con vista al exterior, pero nada de balcones obviamente. Contaba con una cama en la esquina izquierda, al lado de esta había un pequeño escritorio con un foco que yo puse en la parte superior. En el lado derecho se encontraban varios cajones, suficientes para poner ropa, accesorios, y demás cosas.
Las paredes conformadas del mismo concreto amarillento, en el barco eso era un material muy recurrente de ver.
Me senté en la silla enfrente del escritorio de madera, de un cajón de abajo saqué mi libreta de bolsillo con portada forrada por mí mismo en un papel crepé de color verde. Ese viejo cuadernillo de rayas, con papel que comenzaba a colorearse amarillento. La mayoría de las páginas estaban ya ocupadas por mis escritos. A ese cuaderno siempre le había llevado un especial cariño, pues era para un regalo de mi abuelo, él me lo dio meses después que le dije que mi sueño era de grande convertirme en escritor. Obviamente antes la portada del cuaderno no era de papel crepé, era una normal y de color azul, pero conforme fue pasando los años se fue desgastando y maltratando, por lo que finalmente le arranqué la primera portada y la reemplacé por la actual de papel crepé.
Mientras narro esto, me percato de que estoy ignorando el por qué hablo excesivamente de ese cuaderno, estoy aprovechando cualquier cosa con tal de evitar escribir sobre la próxima oleada de sucesos aterradores que vi.
A día de hoy me sigue costando un poco procesar todo lo ocurrido. Un viaje a Hawái que se convirtió en una tortura en tan pocos días, ¿Quién lo diría? Me quejo mucho, pero ahora que lo pienso, me doy cuenta de que el trágico final fue mi culpa. Y dejemos de lado eso, el final malo en realidad fue para mí. Un castigo personalizado.