El viento inmisericorde le abofeteaba el rostro a Rebeca obligándola a apretar con más fuerza su bufanda. Esa noche, al lado, luciendo un sombrero y una chaqueta de cuero, su exnovio permanecía callado y cabizbajo. Marlon Polo era un individuo de treinta y seis años, moreno, alto y de fuerte cabellera castaña. Unos días antes, aconsejado por una misteriosa vocecilla interna, se había hecho un tatuaje en el brazo, no necesariamente porque lo disfrutara, sino más bien con el fin de proyectar una imagen terca. Se trataba, más bien, de un intelectual, un curioso de la vida, un preguntón majadero, alguien a quien se admiraba con facilidad.
Nacido en el seno de una familia de clase media - baja, Don Rogelio Polo, su padre, había comprado al crédito dos enciclopedias, las cuales nunca leyó. Excusó tal compra delante de su esposa, argumentando que se trataba de una buena inversión para el futuro de los niños. Las obras habían sido guardadas en la habitación de Marlon, en un mueble que olía a pochote.
Jajajaja que dicha que los guardaron ahí ─pensaba el muchacho.
Leía todas las noches, presa de su pasión. No era extraño que se durmiera hasta muy tarde. Durante esos momentos conoció a Beethoven y lo hizo su sordo héroe, amó las teorías de Einstein, disfrutó el cuento del flautista de Hamelin, voló sobre las montañas Atlas, visitó una a una las capitales de países exóticos, aprendió dibujo y, sobre todo, astronomía, fascinándose con las proezas de las sondas espaciales Pioneer.
Una noche de julio de 1969 escuchó las noticias del aterrizaje de los norteamericanos en la Luna. Salió a la calle y miró este astro con ojos nuevos.
En ese lejano lugar ─pensó─ hombres caminan sobre su polvorienta superficie; viven sobre ella.
Para el pequeño Marlon, para siempre, la luna se le tiñó de sangre.
Una noche terminó de leer las ocho mil cuatrocientas noventa y cuatro páginas de las enciclopedias; siendo esto el inicio de su vida de aprendizaje. Paradójicamente, a pesar de su gran inteligencia, se le había introducido un secreto complejo de inferioridad, que lo acompañó, hasta años después cuando Ema Rosa, su psicóloga, le convenció de que su IQ rondaba el nivel de genio.
Volviendo a nuestra primera escena, durante esa fría noche de verano, en San José, fue abandonado (al menos así lo percibió Marlon) por Rebeca su exnovia, una delicada belleza latina: alta, sensual, de largo cabello y ojos verdísimos. No recordaba el discurso, solo sus carnosos labios y hermosos ojos esmeraldas, los cuales no se anclaron ni una sola vez en el rostro del desdichado. Bailaban de aquí para allá, esperando que el agónico momento terminara lo antes posible. Finalmente vomitó la herida final:
Me casaré pronto, deseo que sigamos siendo amigos. ¿Podemos ser amigos?
La imagen de la mujer se resistía al olvido. Una y otra vez se colaba su aroma por entre sus recuerdos más eróticos. Clavada en lo interior, la conocida vocecita rezaba una oración que pudiera ayudarle en ese momento.
Una semana después, Marlon contrató un viaje a Los Crestones, en la cumbre del Chirripó; un lugar mitológico donde, tal vez como por arte de magia, Rebeca pudiera ser extirpada de sus entrañas. Se decía que ese paisaje fotografiaba una novela de misterio, donde se unían energías esotéricas. Se rumoraba sobre visitas de extraterrestres y otras rarezas. Lo acompañaba, como siempre, Pedro Duro, su amigo. Algo mayor y grueso; alto, era un hombre que captaba las miradas en virtud de su gruesa barba y ancha espalda. Nació en el puerto de Puntarenas, biólogo marino y poseedor de un postgrado en Administración. De carácter curioso, entre sus aficiones, disfrutaba especialmente de la robótica, poseía una gran cantidad de libros y revistas sobre ese tema en su desordenada biblioteca y atesoraba cuanta noticia nueva al respecto aparecía en Internet. Por otro lado, era un personaje muy desconfiado. Años atrás había sido prevenido por su consejero:
“Cuide sus emociones pues presenta un alto grado de impulsividad, lo cual lo puede llevar a cometer graves errores”. Con cuarenta y tres años recién cumplidos, poseía una personalidad colérica, acostumbrado a decir las cosas como le venían en gana. Desde joven tomó la decisión de renegar de algunas de sus ilusiones. Por ello, no buscaba más el amor o la aceptación de las personas; se enfocaba en, como él las llamaba, “cosas frías”, predecibles, perfectamente constantes, tales como la ciencia, lo visual, lo tangible. Estas cosas agregaban una cierta estabilidad a su tormentosa alma. Paradójicamente, también era un tipo confiable, sociable… pero muy a su pesar, sensible. Tal singularidad hace rechazar y abrazar casi al mismo tiempo a este tipo de personas.
Hay hechos en la vida aparentemente inexplicables; y uno de estos era la amistad entre estos dos personajes. Con frecuencia, Marlon le reclamaba a Pedro a causa de sus gruesos e insensibles comentarios. Por su parte, éste le hacía ver su lado “débil”, emocional y hasta un poco romántico.
Vos te mereces que te haya dejado, le diste mucho. A las viejas hay que dejarlas con hambre.