Durante casi siete décadas he gobernado esta tierra, y puedo decir sin temor a equivocarme que he aprendido a amarla incluso más que al mundo al que en verdad pertenezco. Después de todo, solo tenía doce años cuando mi madre decidió que debía abandonar mi lugar en las estrellas para enderezar el camino de mis ancestros en el lejano y terrenal Lakamha’.
El recuerdo de aquella mañana sigue intacto en mi mente: mi brillante y colorida nave, “Kukulcán”, relucía orgullosa bajo el brillo de millones de estrellas. Con el tanque de combustible orgánico cargado a su máxima capacidad y los paneles reflectores bien ajustados al cascarón exterior, mi vehículo se encontraba más que listo para emprender la partida.
Ascendí solo a la cabina del cohete (tal como lo dictaba la costumbre) y encendí el tablero holográfico con el consabido doble parpadeo. El panel de navegación se abrió ante mí, y pulsé el único destino desplegado en el holograma: P´alenke, o como le llamaban los oriundos del tercer planeta, Lakamha’.
Crucé el espacio a una velocidad de 300 mil k’etzales, invirtiendo poco más de 48 horas solares en atravesar el lejano abismo estelar que me separaba de mi nuevo planeta.
Quizá fue que forcé el motor en la última parte del viaje, o que contraje los paneles de reflexión mucho antes de atravesar la estratosfera, o que abusé de la expulsión de polvo estelar cuando atravesé el anillo rocoso del sexto planeta; el caso fue que al entrar en la atmosfera, “Kukulcán” comenzó a sufrir averías de tercer grado: su primer capa de escamas comenzó a desprenderse, y su “plumaje” superior (el que adornaba su cabezal) se carbonizó hasta las raíces de tungsteno, dejando descubierta la cabina principal (donde viajaban mis robots asistentes).
El nerviosismo hizo presa de mí; angustiado ante la inminente colisión, activé el sistema de emergencia. Los cinturones de seguridad me afianzaron con una fuerza desmedida al asiento, y en menos de dos segundos estaba siendo expulsado de mi amada nave. El contenedor de mi espalda activó los planeadores apenas me alejé de “Kukulcán”. Descendí lenta y majestuosamente por el cielo, como si estuviera bajando de las mismas estrellas, como si alguien de “allá arriba” me hubiera enviado para salvar al mundo que se encontraba abajo.
Algunos nativos de Lakahma’ fueron testigos de mi proeza, y rápidamente divulgaron la noticia de que un “niño de la bóveda celeste” había llegado a su hogar. Puedo jurar que apenas pisé tierra recibí la visita de numerosos “mayas”, los cuales veían en mí (y en “Kukulcán”) a una especie de salvadores divinos, campeones del cielo, la luna y las estrellas…
Aunque me tranquilizó enormemente ser recibido con tal alegría, mi principal preocupación era mi vehículo. Corrí hasta él e hice el recuento de los daños: circuitos interiores, devastados; paneles de reflexión, quebrados; plumaje superior, carbonizado; cola propulsora, obstruida y parcialmente quemada; robots asistentes, pulverizados…
Mi astronave estaba hecha pedazos. No me avergüenza decir que en aquellos momentos tuve ganas de llorar. El gran viaje que mi madre y el consejo de ancianos de mi planeta diseñaron había resultado ser un completo fracaso. Y no era culpa de ellos, tampoco de los robots, y mucho menos de penurias inesperadas en el espacio. No, había sido únicamente culpa mía.
Agobiado por las preocupaciones, decidí sentarme en una roca cercana y hundir la cabeza entre las rodillas. Los nativos “mayas” me palmearon la espalda y luego avanzaron hasta los restos de mi nave. Hablaron algunas palabras que en el momento no entendí, y luego emprendieron la carrera hacía su aldea.
Volvieron unas horas después, con pequeñas placas de un material amarillo vidrioso, al cual llamé “A’mbar”. De alguna forma se las arreglaron para reemplazar algunos paneles de reflexión de mi nave con él, y tras el engorroso proceso de sustitución voltearon a verme. Era evidente que esperaban una especie de agradecimiento.
Pero no tenía idea de si en verdad había algo que agradecer. Esa cosa amarilla no parecía muy útil que digamos. Decepcionado, me encaminé a mi alguna vez grandiosa “serpiente estelar”. Palpé las uniones entre los paneles y el “a’mbar” y pude notar un trabajo perfecto. Los artesanos habían conseguido encajar los vidrios en las hendiduras de los paneles quebrados, y ahora las “escamas” de mi nave brillaban cuando las alcanzaba el débil sol del atardecer.
Una idea cruzó por mi mente tras ver sus rostros sonrientes en espera de un agradecimiento: tal vez aquellos hombres y mujeres de tecnología primitiva estaban mucho más avanzados de lo que había pensado, y con el debido entrenamiento podrían incluso reparar mi nave…
Me puse de frente a ellos y les hice una pequeña reverencia. Correspondieron con el mismo gesto y luego hincaron una rodilla en tierra. Entendí con aquella acción que de alguna forma habían decido ponerse a mi disposición. Sonreí para mis adentros y comencé a mostrarles algunos secretos de mi nave. Algunos los asustaron, otros los confundieron, y otros tantos los maravillaron.