Cf-Mx

La estación equivocada

 

El “metro” vivía uno de sus peores días aquel miércoles; había llovido en la ciudad y el acceso de la línea 9 en la estación de Tacubaya había sido cerrado, provocando un congestionamiento pocas veces visto en el acceso de la línea 1 de la misma estación.

Habiendo hecho fila hasta para presentar mi tarjeta en taquilla, mi nivel de tolerancia a las multitudes había disminuido de manera notable, a tal grado que me irritaba un simple roce de la mochila o bolsa de otra persona, sin importar que seguramente esa interacción no deseada venía de un trabajador como yo, uno que lo único que deseaba era poder volver lo más pronto posible a su casa.

Debido al inusual lleno en el tren, el convoy paraba con demasiada frecuencia entre estación y estación, dejándonos varados justo a mitad del túnel, donde lo único que podía verse a través de la ventana era la negrura total de un paisaje desesperante por naturaleza.

Saqué un libro de mi mochila y comencé a leer. Me era difícil concentrarme con tantos empujones y olores, pues pasadas las nueve de la noche es lo único que podía encontrarse en el vilipendiado pero necesario “metro” de la Ciudad de México.

Fue entonces cuando solo me faltaba una estación para llegar a mi destino (la estación “San Lázaro”), noté que había un par de ojos demasiado fijos en mí. Irritado, encaré a mi curioso observador. Era un hombre moreno bastante más alto y corpulento que yo; usaba gorra de beisbol y una chamarra vieja con el escudo de un equipo de futbol que ya había dejado de existir hace muchos años. Sin dejarme amedrentar por su apariencia, enfoqué la mirada en él, y dije:

–¿Me das permiso? Voy a bajar en San Lázaro.

–Sí, claro – respondió con un dejo de duda en los labios. Luego se hizo a un lado torpemente y cuando estuve delante de él, agregó: – Creí que la siguiente estación era La Merced.

Resoplé agotado. No tenía ni la energía ni las ganas para explicarle al sujeto que se estaba confundiendo de dirección en el viaje. Me sobé la frente para hacer patente mi desesperación y respondí:

–No. Sigue San Lázaro. Merced fue la anterior.

–Vaya…–  dijo con desgano. – Creí que seguía La Merced. Oye, ¿de casualidad tú no eres el “vagonista”?

“Lo que me faltaba”, pensé. Ahora tenía que tratar con un loco, y solo por osar pedirle permiso para llegar a mi estación de destino. Aspiré muy hondo y simplemente negué con la cabeza. Pero el gesto de decepción no fue suficiente para mi interlocutor, que de inmediato agregó:

–¿Sí sabías que hay un ente que controla todos los metros del mundo? Suena increíble, ¿verdad?

Me encogí de hombros. Era un tema tan absurdo que no me interesaba ni de la forma más remota. Como creí que debía de contestar por elemental educación, dije:

–En este mundo ya no me sorprendería nada. Bueno, aquí salgo yo…

Y me acerqué a la puerta para poder bajar rápidamente. No quería seguir escuchando los desvaríos de ese “loco”. Las puertas se abrieron unos segundos después. Descendí del tren y el tipo extraño me dijo en voz alta:

–¿No sería muy raro que en lugar de “San Lázaro” hubieras bajado en “La Merced”?

Esto ya era demasiado; volteé furioso para decirle que se callara la boca y dejara de decir estupideces, pero en ese momento se cerraron las puertas del vagón y el tren abandonó rápidamente la estación. Algo aliviado por ver a aquel orate partir, sujeté con fuerza las correas de mi mochila y caminé hacia la escalera que conectaba la línea B del metro con la línea 1. “San Lázaro” era una estación de transborde, y ahora tenía que cruzar un extenso pasillo para llegar al otro lado de la estación, donde debía reiniciar mi viaje.

Sin embargo, justo cuando pisé el primer escalón, me di cuenta de que la escalera no se alzaba frente a mí, sino que por el contrario, se mostraba en la dirección opuesta, hacia abajo…

Tragué saliva y me aparté del lugar. Volví al andén e intenté preguntarle a una muchacha que hablaba por teléfono el nombre de la estación en la que nos encontrábamos. Pero no me respondió. Repetí la misma pregunta cinco veces, pero en ninguna de ellas obtuve respuesta. Molesto por el fracaso, le di la espalda y busqué a alguien más; dos ancianos que parecían charlar entre sí me parecieron la mejor opción. Cuando me puse frente a ellos, fingieron no verme e ignoraron mis preguntas. 

Alcé la voz y literalmente les grité que me ayudaran. No sucedió nada. Fue entonces cuando decidí escuchar lo que decían y me percaté de que no podía hacerlo: aunque veía que la gente frente a mí movía los labios, era incapaz de oír una sola palabra de lo que decían

Todos hablaban, pero nadie escuchaba.

Presa del terror y la confusión, me sobé los brazos y me dispuse a esperar el tren nuevamente. Quería estar lejos de ahí, debía dejar ese lugar lo más pronto posible. A lo lejos, en lo más oscuro del túnel, vi que las luces de un convoy parpadeaban incesantes. Agucé el oído, pero no fui capaz de escucharlo. También él se había quedado mudo, o quizá yo me había quedado sordo…



#30928 en Otros
#9835 en Relatos cortos
#4917 en Ciencia ficción

En el texto hay: cienciaficcion, mexico, aztecas

Editado: 30.11.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.