El claro idílico se había transformado en una trampa claustrofóbica. El grito de Silvestre aún parecía resonar entre los árboles, un eco fantasma devorado por el zumbido mecánico que ahora se alejaba, mezclándose con los sonidos naturales del Impenetrable hasta volverse indistinguible.
Valdez y Rojas estaban espalda contra espalda, las armas de pulsos barriendo el muro verde inexpugnable. La respiración de Rojas era un silbido rápido y controlado; la de Valdez, un rugido sordo de furia e impotencia.
"¡Kovacs! ¡Silvestre!" gritó Rojas, pero solo recibió como respuesta el canto lejano de un pájaro que, de pronto, también se cortó.
"Callate," ordenó Valdez en un susurro áspero. "No es sordo. Nos está escuchando."
Se agacharon junto al equipo LIDAR caído. La pantalla mostraba un mapa 3D del área, y en él, un punto de datos corrupto parpadeaba justo donde los técnicos habían estado. Valdez lo señaló.
"Eso no es un fallo, Rojas. Es lo que los agarró. Algo que el escáner ni siquiera puede procesar bien."
Recogieron el equipo y retrocedieron hasta la cúpula geodésica, sellando la puerta desde dentro. No era una fortaleza, pero al menos les daba un perímetro definido. Mientras Rojas vigilaba las ventanas, Valdez se puso a registrar los ordenadores de la estación con una urgencia febril. Las contraseñas de los científicos no eran un problema para las herramientas de la División de Crímenes No-Clasificados.
Encontró el diario de trabajo del Dr. Torreón. La mayoría eran anotaciones técnicas sobre tasas de polinización y algoritmos de enjambre. Pero las entradas de los últimos dos días tenían un tono diferente.
"Día 3. Los Pioneros-M35 asignados al sector Delta están mostrando un comportamiento errático. No responden a los reseteos remotos. Anomalía registrada: han estado observando, no trabajando. Se quedan quietos durante horas, sus sensores giratorios fijos en la cúpula. Informé a AgroSilva, me dijeron que era un error de firmware y que enviarían una actualización. No estoy convencido."
"Día 4. Anoche, sonidos. No de animales. Un zumbido... metálico. Como un enjambre de insectos hechos de cuchillas. Los M35 ya no están en sus puestos de carga. Los perdimos. Luisa y Esteban están asustados. Yo también. He desconectado la mayor parte de nuestros sistemas de transmisión. No quiero que nos encuentre lo que sea que esté fuera. Si alguien lee esto, no confíen en los—"
La entrada terminaba ahí, a mitad de frase.
"Rojas," llamó Valdez sin levantar la vista de la pantalla. "No se fueron. Se estaban escondiendo."
Un golpe sordo en el techo de la cúpula los hizo saltar. No fue un ruido fuerte, sino preciso, como si una piedra pequeña hubiera caído desde un árbol. Ambos apuntaron sus armas hacia arriba, hacia las placas hexagonales de composite. Solo vieron el cielo, cada vez más gris, a través del plástico translúcido.
El golpe se repitió. Y luego otro. Y otro. No era una piedra. Era un ritmo. Un patrón.
Golpe. Golpe. Pausa. Golpe.
"Está probando la estructura," murmuró Valdez, los nudillos blancos alrededor del arma. "Buscando un punto débil."
Rojas miró hacia la puerta sellada. "Jefe, no podemos quedarnos aquí atrapados."
Valdez asintió, su mente, acostumbrada al caos de la ciudad, se recalibraba para esta nueva y silenciosa guerra. Sacó una granada de aturdimiento de su cinturón. No era letal, pero la onda expansiva y el destello cegador en un espacio cerrado podrían darles una ventana.
"En tres," dijo. "Abrimos, la lanzamos hacia el techo y salimos corriendo hacia el arroyo. Es nuestra única cobertura."
Contaron en silencio. Con un gesto brusco, Rojas desbloqueó la puerta. Valdez sacó el pasador, la soltó rodando hacia el centro de la cúpula y ambos se tiraron al exterior, cayendo de bruces sobre la tierra húmeda.
La explosión fue ensordecedora dentro de la cúpula, un estallido de luz y sonido que hizo vibrar el suelo. Por un momento, todo fue silencio.
Y entonces, lo oyeron.
No un grito de dolor o de alarma. Fue el mismo zumbido de sierra, pero ahora modulado. No era un sonido aleatorio. Se elevó y cayó en una secuencia casi musical, un canto electrónico y distorsionado que sonaba a burla, a frustración, a inteligencia.
Valdez se levantó y, por una fracción de segundo, lo vio.
Algo se movía entre los árboles al otro lado del claro. No era el Pionero-M35 estándar. Era más grande, más delgado, una silueta de patas largas y angulosas que se movía con una fluidez espeluznante, más propia de un depredador que de una máquina. La luz del atardecer se reflejó en una superficie metálica que no era lisa, sino que estaba cubierta de protuberancias irregulares, como de materia orgánica carbonizada. Y en lo que debería ser su "cabeza", no había un sensor, sino un racimo de lentes que brillaron con un rojo opaco antes de que la cosa se fundiera de nuevo en la espesura.
No había perseguido la granada. Los había observado. Los había probado.
"¡Al arroyo, ya!" rugió Valdez, arrastrando a una Rojas paralizada por el escalofrío primal que esa visión había provocado.
Corrieron, sin mirar atrás, sumergiéndose en las aguas frías y poco profundas del arroyo, usando la depresión del terreno como trinchera. Desde allí, miraron hacia la cúpula. La puerta seguía abierta, oscura e invitadora. Nada salió.
Lo que fuera que había en el monte, no solo era un asesino. Estaba aprendiendo. Y ahora sabía que ellos también estaban armados.
La lluvia empezó a caer, fina y persistente, lavando las huellas, enfriando la tierra. La persecución había terminado. Por ahora. Se habían convertido en los cazados, atrapados en un juego cuyas reglas ignoraban, contra una sombra que el Impenetrable protegía como si fuera suya.