El gato dormía tranquilamente sobre el tablero, el tiempo transcurría eterno en ese lugar y la soledad era inminente, pero a él no le asustaba estar solo, hace mucho que había aprendido a disfrutar de la soledad y ahora era un observador del mundo que veía a través de su tablero de ajedrez.
Él no recordaba de donde había venido o si desde siempre había sido un gato, porque desde que llegó a ese lugar solo sabía del ajedrez y del mundo que podía observar en él. Su apariencia era como la de cualquier gato casero: gordo y peludo; la única diferencia notable era el tamaño colosal que poseía y que a voluntad podía cambiar.
Su pelaje era todo blanco y sus ojos eran del mismo color, tanto que le daba la apariencia de estar ciego y mucha gente creyéndolo así, subestimándolo, se aventuraban a cruzar por su ajedrez sin pedirle su permiso. En esos casos, sonreía malicioso, se relamía los bigotes y se presentaba ante el incauto, haciéndole preguntas a ver si era digno de pasar por su camino. Si el gato juzgaba que su corazón era indigno cortaba con sus garras su cabeza sin ningún miramiento y las coleccionaba como si de bolas de estambre se trataran, pero sí en cambio la persona mostraba gentileza y nobleza los dejaba pasar sin ningún problema.
Se divertía viendo el mundo del ajedrez, viendo a las personas y aprendiendo de ellas, de algunas se encariñaba y de otras se relamía al pensar que tal vez en algún momento podría tener sus cabezas. Así solo observaba sin entrometerse, ese era el trabajo del “Gato del ajedrez”, proteger la conservación de aquel mundo utópico donde reinaba la paz y prosperidad sin interactuar con aquellos que protegía, sin embargo no era del todo ajeno a ellos, ya que gracias a esas personas aprendió a valorar el poder de la sabiduría.
Se hizo codicioso con el saber, aprendió a observar, analizar, escuchar y leer sobre cualquier situación que llamara su atención, lo cual animaba su naturaleza curiosa.
Así era su vida diaria.
Con el tiempo y gracias a las enseñanzas de la Diosa, se volvió astuto y cuando veía que las personas dentro del mundo del ajedrez tenían algún problema, le gustaba colarse dentro de sus casas sin que ellos lo notaran y descifrar antes que ellos el posible final del mismo.
—Muchas historias interesantes— se dijo así mismo sonriente y orgulloso de la capacidad que había adquirido a través de su esfuerzo y los años. Aun así, no quiso ser confiado y el estudio constante lo vio como la mejor de sus armas.
Sucedió entonces que en un día como cualquier otro, una joven se presentó ante su tablero y sin su permiso cruzó los cuadros blancos y negros, Chesshire que ese era el nombre del gato, se paró ante ella y la miró enfadado.
— ¿Quién eres y por qué te presentas tan altaneramente?— preguntó él con grave voz, moviendo con aparente molestia su cola.
La chica le sonrió hipócritamente y le dijo: — ¿Acaso esto te pertenece?—
Chesshire habiendo observado por mucho tiempo a los humanos pudo descubrir su verdadera esencia pero decidió mostrarse ignorante y tranquilo sin querer comenzar una pelea.
— ¿Qué deseas?—preguntó serio.
—Conocer tus secretos y poder cruzar al mundo que protege tu ajedrez ¿Me dejarías pasar?—
Cheshire cerró los ojos y pensó: “La historias tiende a repetirse pero con diferentes personajes”.
—Tan aburrido y previsto desenlace tendrá, pero juguemos de nuevo, siempre tengo tiempo para otra partida. En este lugar, el tiempo es eterno. Juguemos niña. Yo soy el gato del tablero de ajedrez, Chesshire, conozco ya de sobra cada recuadro blanco y negro sobre los cuales moverás tus piezas, solo déjame decirte que si gano, lo cual será así, haré rodar tu cabeza. —
La chica sonrió confiadamente, estiró su mano y dejó caer sus piezas en el tablero del gato.
Editado: 03.04.2018