El avión aterrizó con una suavidad insultante, como si no acabaran de arrancarle a Charlotte la ciudad que la había criado a golpes de velocidad. Desde la ventanilla solo vio blanco y verde, nieve en los bordes de la pista y un cielo tan limpio que parecía que alguien lo hubiera editado para que no existieran errores. Suiza tenía esa clase de belleza que no te pregunta si estás lista para verla; te obliga a estarlo.
No habló durante el trayecto en coche. Tampoco ellos. Richard iba atrás, del lado del conductor, porque ese asiento te deja ver los retrovisores, el camino, la espalda del chofer, y a Richard le gustaba saber exactamente hacia dónde iba todo. Tenía el portátil apoyado en una rodilla, revisando correos como si el mundo no estuviera a punto de volverse distinto para su hija; no era frialdad, era su forma de sostener la estructura cuando lo emocional no le servía. Evelyn, en cambio, iba a su lado, derecha y hermosa incluso en la tensión, mirando por la ventanilla con la calma ensayada de quien no se permite quebrarse delante de él. Charlotte iba en el asiento delantero, piernas cruzadas, el abrigo abierto pese al frío, como si la rebeldía también fuera un idioma que se hablara con la postura. El chofer avanzaba sin una palabra y ella se dedicó a observar el paisaje con una indiferencia cuidadosamente construida, porque si algo había entendido en las últimas semanas era que el dolor solo era útil mientras lo administraras tú.
Cuando el coche dobló por un camino largo bordeado de árboles enormes, la casa apareció al fondo como un objeto que nadie había pedido permiso para construir: piedra gris, ventanales altos, escaleras anchas, jardines recortados con la precisión de un ingeniero. No parecía un colegio. Se parecía a un lugar donde se fabricaba algo más caro que una educación.
—Llegamos —dijo Evelyn, suave, como si pudiera amortiguar el golpe con la voz.
Charlotte no respondió. Solo abrió la puerta cuando el chofer se bajó a hacerlo por ella, y el frío le mordió la cara con una elegancia despiadada. No era el frío neoyorquino que te insultaba y te empujaba a seguir caminando; este otro medía resistencia, te olía el carácter antes de dejarte entrar.
En la entrada principal las esperaba una mujer con abrigo negro hasta la pantorrilla, cabello recogido en un moño que no tenía un solo pelo rebelde, y ojos de hielo práctico. Era el tipo de persona que no necesitaba ser alta para imponer altura.
—Monsieur y Madame Queen, bienvenidos de nuevo —saludó en un inglés pulidísimo, con un acento francés leve—. Y tú debes ser Charlotte.
No dijo “señorita Queen”. Dijo Charlotte, como si medirla sin el apellido fuera parte del protocolo.
Charlotte la miró de arriba abajo sin disimulo, sonrió lo justo como para no perder la cortesía.
—Supongo.
La directora no se inmutó. Ese tipo de calma solo podía ser entrenamiento o guerra.
—Soy la doctora Morel. Acompáñenme, por favor. Quiero mostrarles la residencia antes de instalarnos con el papeleo.
Entraron. El interior olía a piedra limpia, a madera cara y a silencio oficial. Mármol bajo los pies, lámparas antiguas que no buscaban impresionar porque ya sabían que lo hacían, cuadros discretos en pasillos amplios. No había risas. No había ruido. Había ese murmullo lejano de cosas que funcionan sin que nadie las note.
La doctora Morel caminaba un paso delante, guiándolos como si el edificio fuese una extensión de su cuerpo.
—Aquí educamos para liderazgo real, no para apariencias —dijo mientras avanzaban por un corredor que parecía no terminar nunca—. Nuestro currículo combina formación académica rigurosa, protocolo, idiomas, artes, negociación internacional. Las alumnas salen de aquí listas para sostener un país… o un imperio.
Charlotte sintió la tentación de soltar una frase mordaz, pero algo más rápido la detuvo: entendió en diez minutos lo que su padre esperaba que entendiera en años. En este ecosistema no ganaba la que gritaba más fuerte. Ganaba la que no se quebraba frente a nadie.
Después de pasar por la biblioteca que olía a catedral sin religión, las salas de música con pianos que brillaban como santos caros, y el ala deportiva que hacía que cualquier gimnasio de Manhattan pareciera un chiste, la doctora Morel los condujo finalmente al edificio de residencia. Abrió una puerta de madera pesada y les mostró la habitación asignada: amplia, sobria, con la cama perfectamente tendida en ángulo militar, el escritorio frente a un ventanal que daba al lago y un armario que todavía olía a nuevo.
Mientras Morel les explicaba normas prácticas —horarios, distribución de alas, el tipo de disciplina que aquí no se anuncia porque simplemente se respira— una asistente apareció sin hacer ruido, como si hubiera salido de la pared. Llevaba una caja delgada y un portatrajes con el sello del internado bordado en plata. La dejó sobre la cama con una inclinación cortés y se retiró sin decir una palabra.
—Tu uniforme —añadió Morel como si fuera un detalle mínimo—. A partir de mañana, este será tu idioma externo. Hoy puedes instalarte con calma.
Charlotte observó la caja sin tocarla todavía; había algo casi ceremonial en ese objeto, como si fuera la primera llave de una jaula elegante. Evelyn pasó la mano sobre la tela del porta trajes, con esa nostalgia silenciosa de quien entiende lo que significa “dejar” a alguien en un lugar así, y Richard apenas lo miró una fracción de segundo, como quien confirma que la pieza correcta está en el tablero.
El resto fue papeleo, firmas, palabras exactas que no pedían emoción, y cuando todo terminó, Morel les concedió unos minutos a solas antes de iniciar la instalación formal. Se apartó con discreción quirúrgica, dejándolos en ese pasillo frío y ordenado donde hasta el eco parecía entrenado.
Evelyn se acercó primero, le tomó el brazo con una suavidad tan medida que no era consuelo sino disciplina en forma de cariño.