El internado no tenía mañanas; tenía horarios. La luz entraba por los ventanales con una puntualidad casi insultante, las campanas no sonaban para despertar adolescentes sino para activar maquinaria humana, y Charlotte lo entendió desde el primer día completo: aquí no se vivía “en rutina”, se vivía en sistema. El tipo de lugar donde si te desajustabas, no era el mundo el que se te caía encima, eras tú la que quedaba fuera de la ecuación.
A las seis en punto, el dormitorio se encendía con una claridad fría. No había gritos, ni prisa desordenada, ni la superstición del “cinco minutos más”. Las chicas salían de la cama como si ya estuvieran listas desde antes de dormirse. Charlotte se sentó en el borde de la suya, midió el silencio, observó a su compañera de cuarto —una italiana menuda, ojos enormes y un miedo cuidadosamente maquillado— y sintió esa sensación vieja de estar entrando a un territorio con reglas invisibles, donde la primera que parpadea pierde.
En el baño, el espejo le devolvió una versión distinta de sí misma: el uniforme gris perla le quedaba demasiado bien para un lugar que apenas estaba aprendiendo a odiar, la corbata le caía como si siempre hubiese pertenecido ahí, y la cara… la cara era la misma, pero con otro tipo de filo. Se recogió el cabello sin apuro, pulió los zapatos con la misma precisión que una amenaza, y cuando bajó al comedor no llevaba el gesto de una recién llegada. Llevaba el gesto de alguien que ya tenía planes.
El desayuno era una coreografía de murmullos bajos, cubiertos alineados, tazas que nunca chocaban porque el ruido era una forma de descontrol socialmente inaceptable. Charlotte llegó, tomó su bandeja y eligió mesa sin preguntar. Se sentó con la espalda recta, las piernas cruzadas y la mirada barrida sobre la sala como quien inspecciona un mercado antes de comprarlo. Varias cabezas levantaron apenas al verla; no era curiosidad abierta, era esa evaluación sutil que se hace en ambientes donde el poder se huele antes de nombrarse.
A los dos minutos ya sabía quién era quién sin necesidad de que se presentaran: las que pertenecían porque habían crecido dentro de ese microclima, las que pertenecían por apellido y aún no lo entendían, las que sobrevivían a fuerza de talento verdadero, y las que se sostenían únicamente por la estética del miedo ajeno. Charlotte había visto eso en Manhattan con tacones más altos y sonrisas más falsas; esto era la versión escolar, sí, pero no por eso menos feroz.
La Von Hartmann llegó tarde, lo cual en ese lugar era casi un manifiesto. No más de treinta segundos, pero suficiente para que toda la sala notara que ella podía permitirse doblar el tiempo un poco. Entró como si no caminara sino como si la siguiera un silencio con corona, las prefectas detrás de ella en una fila que parecía línea de mando, y se sentó en la mesa central sin mirar alrededor, porque no necesitaba comprobar nada. Charlotte la observó con calma clínica y se preguntó cuánto de esa seguridad era naturaleza y cuánto entrenamiento. La respuesta le dio igual; lo único útil era medir cómo se movía el animal alfa cuando olía competencia.
Leonie cruzó la mirada con ella un instante. No fue desafío todavía, fue reconocimiento. Como decir: te vi. Y Charlotte sostuvo el intercambio sin pestañear, con una sonrisa mínima que no era cortesía sino promesa.
Después del desayuno vino la primera lección de verdad: protocolo. No un “taller de etiqueta”, no un cursito ornamental para niñas ricas. Protocolo como tecnología social. Como idioma del control. Las llevaron al salón de instrucción, una sala blanca con mesas largas, banderas discretas en una esquina y un reloj enorme que no marcaba solo la hora sino el ritmo interno de la institución. La instructora era una mujer francesa de espalda imposible, voz sin volumen y autoridad sin esfuerzo. Se llamaba Madame Artois y hacía que hasta respirar pareciera un acto que debía ser aprobado.
—El protocolo no existe para que ustedes se vean finas —dijo la mujer, sin presentaciones largas—. Existe para que el mundo sepa qué esperar de ustedes mientras ustedes no permiten que el mundo sepa nada más.
Charlotte casi sonríe. Era una frase que su padre habría firmado sin cambiarle ni una coma.
La clase se movió con rapidez quirúrgica: cómo caminar sin mostrar ansiedad, cómo sentarse sin pedir permiso, cómo escuchar con el cuerpo antes que con la cara, cómo sostener un silencio como arma y no como vacío. Prácticas que a una adolescente promedio le sonarían como teatro; a Charlotte le sonaron como mapa. Ella ya había vivido su vida entera traduciendo ambientes, midiendo respiraciones ajenas, aprendiendo qué decir para convertir mesa en tablero. Aquí solo le estaban poniendo nombres exactos a lo que siempre había hecho por instinto.
A los veinte minutos ya estaba corrigiendo a otras, sin haber sido invitada.
—No la muñeca, la palma —le dijo a una chica al lado, cuando esta sostenía la copa como si fuera algo frágil—. La muñeca es nervio. La palma es certeza.
La francesa levantó la vista hacia ella con interés breve, como si acabara de encontrar una herramienta nueva.
—¿Tu nombre?
—Charlotte Queen.
—Se nota.
Varias cabezas giraron. Algunas con irritación, otras con ese tipo de admiración que nace cuando alguien hace lo que tú no te atreves.
Charlotte siguió sin inmutarse. No era que quisiera lucirse; era que no sabía no hacerlo. La inteligencia, en ella, no era un recurso para usar a ratos. Era un reflejo involuntario.
Más tarde fue finanzas. Una sala larga con ventanales altos y un olor leve a papel recién abierto, filas exactas de pupitres de madera impecable y, al frente, una pizarra negra que ya tenía media clase escrita en tiza antes de que ellas se sentaran. Había un retroproyector antiguo sobre una mesa lateral, de esos que hacen un zumbido tímido mientras proyectan transparencias con gráficos impecables, y una profesora suiza con el acento más limpio del planeta y esa paciencia que no es paciencia sino método. Les habló de mercados, de riesgo, de deuda, de cómo el capital no solo se mueve: se comporta, y de cómo la gente que cree que manda suele ser la primera en quebrarse cuando no entiende el juego. Las demás tomaban notas con devoción, copiando fórmulas y fechas como si estuvieran memorizando un credo, mientras Charlotte intervenía con preguntas que parecían flechas envueltas en seda, no para humillar a nadie sino porque su cabeza no sabía quedarse quieta cuando veía un hueco.