El gimnasio del internado no parecía un gimnasio; parecía una sala de ceremonias disfrazada de disciplina. Tenía ventanales altos empañados por el frío exterior, suelo de madera pulida que no admitía errores, y ese olor a cera limpia que te recordaba, sin palabras, que aquí hasta el sudor tenía reglas. A las siete en punto, las chicas ya estaban alineadas como un ejército domesticado: uniformes deportivos idénticos, moños apretados, piernas rectas, miradas al frente. La profesora suiza caminaba entre filas con un silbato colgando del cuello y una calma que no era amabilidad sino método; no pedía orden, lo asumía, y cuando una lo rompía, no levantaba la voz, solo la hacía sentir pequeña.
Charlotte entró con Giulia un par de segundos antes de que cerraran la puerta. Lo hizo sin prisa, pero no por descuido, sino porque nunca había podido soportar la idea de correr para alcanzar nada. La profesora no la miró con enfado; apenas levantó una ceja, como si registrara una variable nueva en el sistema, y Charlotte devolvió el gesto con esa corrección impecable que usaba para impedir que la llamaran indisciplinada. Se acomodó en el extremo de la fila, estiró los hombros, y ya estaba lista para lo que fuera, no porque quisiera destacarse, sino porque su cuerpo, igual que su cabeza, tenía hambre constante de ganar.
Empezaron con una secuencia de barras y suelo. Era una coreografía clínica: saltos medidos, giros exactos, aterrizajes sin ruido. Charlotte se movió con una facilidad casi ofensiva, como si el gimnasio fuese extensión natural de su voluntad. No sonreía, no buscaba aplausos, ni miraba a nadie; simplemente ejecutaba. La profesora lo notó rápido, como notaba todo, y en algún punto se limitó a decir “bien” sin emoción, que en ese lugar equivalía a un reconocimiento íntimo. Algunas chicas la miraron de reojo con irritación; otras con admiración secreta. Charlotte lo sintió, pero no se dejó tocar por ello. Ser observada era lo normal. Ser envidiada, casi un dato.
Léonie von Hartmann también la observaba desde la fila central, con el aplomo de quien no mira por curiosidad sino por cálculo. Tenía el cabello rubio recogido al milímetro, la espalda recta como una ley y esa manera de existir que hacía pensar que el espacio se reorganizaba para facilitarle el paso. No era bonita en el sentido adolescente, era otra cosa: presencia. Cuando llegó el turno de ejercicios por parejas, la profesora nombró a Léonie como apoyo de otra prefecta, y a Charlotte con una chica menor que apenas podía sostenerle el ritmo. Todo parecía normal, pero el internado tenía su propia gramática de violencia, y Charlotte empezaba a entenderla: aquí las humillaciones no se gritaban, se escenificaban.
En uno de los pases de salto, la chica que trabajaba con Charlotte falló un apoyo y la hizo perder el equilibrio. No fue grave, solo un tropiezo pequeño, pero suficiente para que el salón entero sintiera el quiebre. La profesora dio un paso hacia ellas, a punto de corregir, cuando Léonie se adelantó un pelín, lo justo para que su voz rozara el aire sin convertirse en interrupción oficial.
—Les Américaines… —murmuró en francés, suave y filo a la vez—. Toujours si bruyantes même quand elles tombent. Money can buy you a uniform, mais pas la classe. (Siguen siendo tan ruidosos incluso cuando caen. El dinero puede comprar un uniforme, pero no la clase)
No lo dijo alto, pero lo dijo para que se oyera. Era un insulto limpio, el tipo de frase que se te clava más por el contexto que por el contenido: americana vulgar, hija de dinero nuevo jugando a nobleza. Charlotte sintió cómo el gimnasio se congelaba por dentro, como si todas hubieran estado esperando ese momento sin saberlo. Giulia se tensó al otro lado de la fila. La profesora miró a Léonie sin sancionarla; como si esperara ver como acababa el nuevo orden de la manada con estas dos alfas peleando el liderazgo.
Charlotte se irguió despacio. No hubo gesto de rabia, ni apuro por defenderse. Solo levantó el mentón con esa calma que hace más ruido que cualquier grito. Giró hacia Léonie como si la estuviera viendo por primera vez, con curiosidad serena, y contestó en el mismo francés perfecto con el que le habían querido poner marca.
—Si tienes que insultarme para existir, Léonie, no eres prefecta. —sonrió apenas, sin ternura—. Eres una insegura con uniforme.
No subió la voz, no le regaló ni un milímetro de emoción. Y por eso dolió más. El silencio ahora sí fue total; hasta la profesora se quedó quieta un segundo, no por sorpresa moral sino porque acababa de presenciar la instalación de algo peligroso. Léonie no pestañeó. Solo inclinó la cabeza un ápice, como quien recibe la jugada y decide el siguiente movimiento.
—On verra, Queen —susurró con una sonrisa mínima. Veremos.
La clase continuó como si nada, porque en el internado nada se interrumpía por conflicto abierto. Pero ya nadie estaba haciendo gimnasia; todas estaban midiendo el choque. Charlotte siguió ejecutando los ejercicios sin un solo error más, como si el insulto no la hubiera rozado. Léonie hizo lo mismo desde su lugar, impecable, fría, pero ese brillo casi imperceptible en sus ojos decía otra cosa: había tomado nota. Y Charlotte entendió, con la misma claridad con la que entendía los contratos de su padre, que esto no quedaba en palabras.
Por la tarde, la nieve volvía el campus un escenario de postal cruel. Los árboles lucían pesados por el blanco, el aire cortaba la piel con elegancia, y los caballos soltaban vapor por las narices como pequeñas locomotoras vivas. Equitación era una de las pocas clases en las que el internado dejaba ver un poco de libertad, pero era una libertad vigilada: todo tenía reglas invisibles, incluso el viento.
Charlotte se ajustó el abrigo largo del uniforme ecuestre, las botas negras, los guantes. Giulia estaba a su lado, aún inquieta por la mañana. Charlotte se notaba tranquila, y no porque no supiera lo que se venía, sino porque era incapaz de admitir que algo podía desordenarle el pulso. Montaron. El caballo que le asignaron a Charlotte era alto, nervioso por naturaleza, hermoso de esa forma que solo tienen los animales que no han sido quebrados del todo. A ella le gustó de inmediato. Le gustaban las cosas difíciles.