El internado seguía funcionando con la misma precisión fría de siempre: campana suave antes de que amaneciera del todo, desayuno servido sin prisa pero sin opción, prefectas moviéndose por los pasillos como si fueran parte del mobiliario, clases largas donde el silencio era otra materia obligatoria. A Charlotte ya no le llamaba la atención; al contrario, empezaba a gustarle esa mecánica limpia, porque las máquinas se vencen cuando entiendes cada engranaje.
Y ella ya estaba entendiendo.
No era que estuviera buscando venganza desde la caída —aunque el hombro le recordaba el golpe cada vez que el aire helado se le metía entre los huesos—, era algo más nítido y más peligroso: había empezado a leer el internado como se lee un tablero de ajedrez. Había notado a qué horas las prefectas se volvían visibles y a qué horas se relajaban porque “todo está bajo control”, qué maestras se perdían demasiado en sus propias explicaciones, qué pasillos quedaban sin ojos por pura costumbre, qué puertas nunca cerraban del todo porque aquí la confianza era religión. En tres días ya tenía el campus en la cabeza como un plano de guerra; no con prisa adolescente, sino con esa exactitud suya de depredadora educada.
Giulia, desde el otro lado de la habitación, vivía todavía con el temblor de quien no termina de adaptarse a un lugar que mide a las personas por lo que aguantan. Pero desde la caída, algo en ella había cambiado: caminaba menos encogida, dudaba menos antes de hablar, y por las noches —cuando todo quedaba tan quieto que hasta respirar fuerte parecía insolencia— sacaba el botiquín escondido en el cajón más bajo y se acercaba a Charlotte sin hacer escena. Le revisaba el hombro, le limpiaba los raspónes, le ponía crema donde la nieve le había arrancado piel.
—No tienes por qué hacer eso —le soltó Charlotte una de esas noches, fingiendo fastidio mientras se dejaba curar porque también era inteligente con el dolor.
Giulia alzó la vista y le regaló una mirada de “no seas idiota” que no necesitaba traducción.
—Si vas a pelear, al menos no lo hagas desmontada.
Charlotte rió por la nariz, breve, con ese humor oscuro que le salía incluso cansada.
—Qué romántica. Me estás cuidando para que me sigan golpeando mejor.
—Te estoy cuidando para que no te golpeen donde duele de verdad —repuso Giulia, seria por primera vez en días.
Charlotte no contestó. No porque no tuviera una frase lista, sino porque había algo en la manera en que Giulia lo decía —sin drama, sin idolatría, sin miedo sobreactuado— que le dejaba claro un punto que no estaba acostumbrada a considerar: a veces el apoyo no era caridad, era supervivencia compartida. Y aunque jamás habría aceptado eso en voz alta, empezaba a registrar que la italiana no era un lastre; era una aliada posible, una de esas raras personas que no se encogen ante el fuego, solo aprenden a caminar cerca.
El cuarto día, en protocolo, Charlotte terminó de afinar lo que ya venía midiendo. La sala era la misma de siempre: tapices discretos, cubiertos alineados como si fueran soldados, la instructora francesa hablando de lenguaje corporal con ese tono de mantequilla que anestesia a medio mundo. Tres prefectas ocupaban su esquina habitual fingiendo apuntes, y Charlotte, con la vista baja y el oído prendido, esperó el momento exacto en que la profesora giraba hacia la pizarra porque siempre lo hacía antes de escribir ejemplos largos.
En ese segundo, se levantó.
No con teatro, no con apuro. Con la naturalidad peligrosa de quien va a hacer algo inevitable. Dejó el cuaderno abierto, deslizó la silla sin ruido, y cuando la tiza empezó a sonar contra el tablero, Charlotte ya estaba fuera. Giulia la vio moverse y no preguntó nada; solo inclinó un poco el cuerpo para cubrir el hueco como si fuera parte del paisaje. Ya no dudaba de eso tampoco: Charlotte no se escapaba por capricho, se escapaba porque el tablero estaba listo.
El corredor de prefectas tenía ese mismo clima distinto que ella ya había notado desde el primer día: más tibio, más silencioso, más arrogante. Alfombras gruesas que tragaban pasos, retratos de familias viejas que te miraban como si el internado fuera herencia privada, puertas con placas doradas y nombres propios. Aquí nadie pensaba que una “nueva” iba a entrar sin permiso… porque nadie pensaba en nuevas que caminaran como si el mundo les debiera paso.
Charlotte sí.
Entró en la suite con una mano ligera en la manija, como si hubiera vivido allí décadas. El salón olía a lavanda cara y dominio seguro. Al fondo estaba el baño blanco de mármol con la repisa larga llena de productos rubios: champús franceses, aceites suizos, mascarillas alemanas, todo diseñado para mantener una misma belleza como uniforme tácito. Charlotte abrió el primer frasco, luego el segundo, luego el tercero con la calma de quien desarma una bomba sin sudar.
Del bolsillo interno de su falda sacó la botellita que había conseguido el día anterior, durante el paseo supervisado al pueblo: tinte rojo cobrizo intenso, el color exacto de un incendio elegante. No el rojo adolescente del escándalo, sino ese cobre profundo que parece vino derramado sobre seda blanca. Empezó por los de Léonie, claro… pero siguió con todos. Porque el mensaje no era “te odio a ti”; el mensaje era “te puedo tocar el reino completo cuando quiera”. Mezcló el tinte con precisión, limpió los bordes, cerró cada frasco como si nunca los hubiera abierto.
Si Léonie quería guerra, no la perdería sola. La perdería con su ejército.
Volvió al aula con la misma cara cansada, la misma excusa mínima, y la profesora decidió creerla porque aquí una mentira bien vestida es parte del protocolo. Léonie ni la miró en la cena. Charlotte tampoco. Pero el internado ya estaba vibrando con rumor, como si hubiera olido pólvora sin ver el fuego.
La mañana siguiente fue el incendio.
El ala de prefectas se llenó de puertas golpeadas con rabia controlada, voces que no se permitían gritar porque gritar era perder. A esa hora el comedor olía a noticia; algunas chicas cuchicheaban con miedo real, otras con esa felicidad secreta de ver tambalearse un dios. Cuando las prefectas entraron, el aire se tensó.