Charlotte

Capítulo 6. - El filo y la sangre fría.

El internado todavía olía a cobre.

No al cobre literal del tinte —ese ya lo habían neutralizado a fuerza de champús nuevos, tratamientos de salón y una tarde entera de prefectas encerradas con su ejército, gruñendo en voz baja mientras se devolvían el rubio como quien restaura una bandera—, sino al cobre simbólico que deja la humillación cuando se disfraza de silencio. Charlotte lo sentía en los pasillos, en las miradas que parecían flotar dos segundos más de la cuenta, en esa forma de las prefectas de caminar juntas como si el campus entero fuera una alfombra que les pertenecía de nuevo por decreto natural.

Y, aun así, cada vez que Léonie cruzaba su camino, no la miraba con rabia abierta. La miraba con esa calma más peligrosa: la de quien ya decidió el siguiente movimiento.

Charlotte no era ingenua. Si algo había aprendido en semanas dentro de ese laboratorio limpio era que, cuando una rival no grita, es porque planea. Por eso no se relajó ni siquiera cuando volvió a verla rubia, intacta, impecable, riéndose con las otras como si lo del tinte hubiera sido solo una anécdota indigna de registro. Charlotte entendía perfectamente el teatro: Léonie estaba recuperando el control de la narrativa para poder herirla de verdad en el sitio correcto.

Ese sitio terminó siendo, por supuesto, una clase.

Porque aquí la guerra nunca era en la sombra absoluta ni en el patio vulgar. Era en escenarios permitidos, donde el golpe podía pasar por accidente.

La esgrima empezó como siempre: tews de la tarde, sala fría, piso de madera pulida, ventilación que olía a metal limpio y disciplina vieja. Las chicas se alinearon con mascaras bajo el brazo y chaquetas blancas que parecía que no toleraban ni el sudor. La maestra —una mujer alta, suiza, con voz serena y ojos de bisturí— explicó reglas que nadie necesitaba escuchar porque las reglas estaban escritas en el aire desde antes de que ellas llegaran.

Charlotte se ajustó el chaleco con una independencia casi ofensiva, comprobó el sable en la mano, giró la muñeca un segundo y sintió esa pequeña alegría bruta que solo le daba el control del cuerpo. No iba a decirlo en voz alta, pero le gustaba la esgrima porque era exactamente lo que ella era: una pelea elegante donde la sangre siempre es opción, nunca accidente.

Giulia la miró desde la fila de al lado con esa mezcla de orgullo nervioso que ya era habitual en ella.

—Hoy no la provoques —susurró, como si la nieve de afuera pudiera oírlas.

Charlotte no giró siquiera. Solo levantó una ceja.

—¿Yo? —casi sonrió—. Si yo no provoco, Giulia. Yo existo.

La maestra empezó a emparejarlas por niveles. Charlotte ya había subido de categoría en tiempo récord, como siempre hacía: aprendía rápido, se mostraba más rápida, y no dejaba que nadie olvidara ninguna de las dos cosas. Cuando escuchó su nombre con el de Léonie, no sintió sorpresa ni miedo. Sintió confirmación.

Los titanes finalmente iban a encontrarse sin pasillos de por medio.

Se colocaron las máscaras. El mundo se volvió túnel.

La primera ronda fue impecable. Léonie tenía técnica pura, esa clase de entrenamiento europeo que parece bailar sin agitarse. Charlotte tenía otra cosa: intuición hambrienta, ritmo violento disfrazado de refinamiento, esa lectura instantánea del cuerpo rival que le habían enseñado las calles de Manhattan y los desayunos con Richard Queen. Atacó con precisión brutal, retrocedió un milímetro antes de cada finta como si supiera el golpe antes de que naciera, y marcó el primer punto.

La sala murmuró apenas.

Léonie no reaccionó. Solo ajustó la postura y volvió.

Segundo punto: Charlotte otra vez, por medio centímetro.

Tercer ataque: Léonie le rozó el antebrazo con la punta, rápido, controlado, y esa pequeña victoria le pintó un gesto casi invisible detrás de la máscara. Charlotte lo notó igual. La guerra se hablaba en centímetros.

Cuando la maestra llamó pausa para revisar postura, Léonie se acercó un paso extra, el suficiente para que solo Charlotte la oyera.

—Te estás creyendo invencible, americana.

El francés le salió como un susurro fino.

Charlotte ni parpadeó. Respondió igual de bajo, igual de claro:

—No, Léonie. Me estoy creyendo inevitable. Es distinto.

La maestra dio la señal de continuar.

Y ahí Léonie cambió el juego.

No fue visible para nadie más. No fue una locura adolescente. Fue una decisión fría, entrenada, de esas que se toman sin que te tiemble el pulso porque estás convencida de que el mundo es tuyo por derecho. Léonie quitó apenas la punta protectora del sable con un movimiento tan rápido que parecía parte del ajuste normal. Lo hizo sin teatro, sin mirar a nadie. Y antes de que Charlotte pudiera notar la ausencia, Léonie se lanzó.

Fue un golpe corto, directo, con intención quirúrgica. No a la mejilla, no al brazo, no al pecho. A la frente.

Charlotte sintió el pinchazo caliente y luego el hilo de sangre bajándole hacia la ceja. No cayó. No retrocedió. De hecho, por un segundo se quedó exactamente donde estaba, como si el golpe hubiera sido una confirmación de algo que ella llevaba días esperando.

La maestra reaccionó al instante. Detuvo el combate con una orden seca, arrancó la máscara de Charlotte con cuidado brusco y vio el rojo expandiéndose.

—¡Basta! —su voz no sonó escandalizada, sonó peligrosa.

Léonie levantó las manos rápido, fingiendo sorpresa perfecta.

—Je suis désolée, madame… no me di cuenta. Debió soltarse la punta.

La mentira era impecable. Y lo peor era que aquí, cuando una mentira es impecable, se vuelve verdad oficial.

Léonie incluso hizo el gesto correcto: se acercó medio paso, ofreció disculpa con la cabeza inclinada, esa falsa preocupación de aristócrata que ya sabe que no va a pagar nada. Las prefectas miraban desde el fondo con la boca cerrada, pero con los ojos brillantes de victoria.

Charlotte, en cambio, estaba sonriendo.




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