Después de la esgrima, el internado quedó con una grieta que nadie admitía ver.
No era el corte en la frente de Charlotte —ese, al tercer día, ya parecía un rumor bajo vendaje blanco— sino la certeza nueva que se instaló en los pasillos como una corriente fría: Léonie había cruzado una línea. Y cuando alguien cruza una línea, el resto del mapa se vuelve guerra.
Charlotte lo entendió con una calma que no era serenidad sino decisión.
Porque hasta ese momento, aunque se hubieran hecho trizas con elegancia, la violencia había sido social, simbólica, quirúrgica. Humillación, silencio, territorio. Cosas que no dejan marcas visibles. Charlotte podía jugar ese juego toda la vida. De hecho lo hacía desde que tenía uso de razón.
Lo que Léonie hizo con el sable no era solo un golpe. Era una declaración.
Y a Charlotte no le importaban muchas cosas en el mundo, pero las deudas pendientes sí. El orgullo también. Eran la religión privada que le había quedado de su apellido.
Los días siguientes fueron extraños y exactos, como si el campus entero respirara distinto pero nadie se atreviera a reconocerlo. Las prefectas caminaban por los pasillos con la misma arrogancia restaurada, el rubio intacto, el mentón alto, ese aire de ejército que cree haber ganado una batalla definitiva. Reían entre ellas cuando Charlotte pasaba, bajito, lo justo para que se oyera pero no para que se demostrara. El internado no toleraba escándalos; toleraba crueldades finas.
Charlotte devolvía silencio.
No porque no tuviera ganas de arrancarles la garganta con una frase, sino porque estaba aprendiendo algo más peligroso que el insulto: la paciencia.
Giulia, en cambio, iba pegada a ella como una sombra que todavía no sabía si era miedo o lealtad. Le seguía el paso sin hablar mucho en público, pero en privado ya no le temblaban tanto las manos. En el comedor se sentaba con ella aunque las otras dejaran huecos a propósito. En los pasillos no bajaba la mirada cuando las prefectas cruzaban cerca. No era valentía completa, pero era crecimiento. Y Charlotte lo veía con una especie de respeto silencioso que jamás habría llamado cariño.
Las noches se volvieron un lugar propio.
A las nueve en punto apagaban las luces y el internado quedaba en esa quietud blanca que parecía nieve dentro de las paredes. Cualquier otra chica habría sentido claustrofobia. Charlotte sentía foco.
Esa noche, un mes después de la esgrima, el internado ya había acomodado la historia a su conveniencia.
La herida había cerrado. El vendaje se había ido. La promesa del cirujano se había cumplido con esa magia cara que los Queen compraban como quien compra pan. Y aun así, en los pasillos seguía flotando el filo invisible de aquella tarde: no en la frente de Charlotte, sino en el modo en que las prefectas caminaban ahora, demasiado seguras, demasiado tranquilas, como quien cree que ya enterró a su rival.
Porque Charlotte había estado callada.
No derrotada. Callada.
Durante semanas enteras no hubo más tinte, ni golpes en nieve, ni respuestas públicas. Charlotte siguió con sus clases, sus notas impecables, su postura de reina sin corona. No buscó el choque. Tampoco lo evitó. Solo lo suspendió.
Y esa suspensión, para Léonie y su reino rubio, tenía un solo significado posible: rendición.
Las prefectas se paseaban por el comedor con la risa blanda en los labios cuando Charlotte pasaba, como si la hubieran visto encogerse por dentro. En gimnasia le rozaban el hombro al cruzar, “sin querer”. En biblioteca ocupaban las mesas antes de que ella llegara, “por costumbre”. En protocolo le dejaban el asiento más incómodo, “por azar”. Todo con esa elegancia cínica del internado: nada suficientemente directo para acusar, pero todo diseñado para recordar jerarquías.
Charlotte lo registraba igual que siempre, con esa calma depredadora que no se confunde con paciencia. No contestaba porque aún no era el momento. Porque hay silencios que son miedo… y hay silencios que son preparación.
Giulia, en cambio, vivía esos días como quien ve crecer una tormenta donde todos fingen que es cielo bonito. Miraba a Charlotte de reojo en los pasillos, la observaba cuando las prefectas reían, y esperaba en cualquier momento el estallido.
Pero el estallido no llegaba.
Llegó otra cosa: la intimidad.
Porque en la habitación, lejos del teatro, el silencio de Charlotte se soltaba un poco. No en confesiones tiernas —eso no era su idioma— sino en esos intercambios mínimos que te enseñan que alguien ya te considera parte del mapa.
Esa noche regresaron tarde de estudio supervisado, con el frío mordiendo las ventanas. Se metieron en la cama sin hablar mucho. La luz se apagó y la habitación quedó en esa oscuridad blanca que hacía que cualquier palabra sonara más verdadera.
Pasaron minutos largos, hasta que la voz de Giulia cruzó el cuarto como una cuerda suave.
—¿Te sigue molestando cuando hace frío? —preguntó desde su cama, sin girarse.
Charlotte entendió que no hablaba de la cicatriz. Hablaba de todo.
—Un poco —admitió, como quien concede un dato sin importancia.
Giulia suspiró, y ese suspiro tenía la ansiedad de alguien que ha estado sosteniendo más de lo que dice.
—Ellas creen que ganaron.
Charlotte dejó escapar una risa breve por la nariz.
—¿Quiénes?
—No seas idiota, Queen. —La sombra de una sonrisa se le coló en la voz— Las prefectas. Léonie.
Charlotte miró el techo en la oscuridad, como si estuviera revisando un contrato.
—Que crean lo que quieran.
—Pero… —Giulia dudó— no estás haciendo nada.
Hubo una pausa. No incómoda. Exacta.
—Eso es “hacer algo”, Giulia.
—¿Qué?
Charlotte giró la cabeza apenas hacia su lado, aunque Giulia no pudiera verla.
—Dejar que se confíen.
Giulia se quedó callada un segundo.
—¿Entonces sí vas a responder?
Charlotte sonrió por dentro. Se notó en la voz.