Habían pasado apenas un par de semanas desde la mañana del caos en el comedor, y el internado ya había hecho lo que siempre hacía: acomodar lo insoportable dentro de su rutina impecable. Las prefectas seguían caminando como ejército; las clases seguían sonando a relojes; los pasillos seguían oliendo a desinfectante caro y silencio diplomático. Todo igual por fuera.
Pero nada igual para Charlotte.
Despertó sola.
El cuarto tenía esa luz pálida de invierno que entraba sin pedir permiso. La cama de Giulia estaba tendida con precisión militar y el lugar olía a ausencia reciente. Charlotte parpadeó una vez, dos, y sintió esa incomodidad extraña que le traía últimamente la palabra “sola” cuando no era elección suya.
Miró el reloj. Se levantó sin apuro. Se puso el uniforme con la misma exactitud con la que se pone una armadura. Se cepilló el cabello, se aseguró de que el flequillo cayera justo donde ya no quedaba rastro de la herida, y respiró hondo como quien acomoda la cabeza antes de entrar a una sala donde todos te quieren medir.
Salió hacia el comedor.
El internado estaba despierto en modo máquina: puertas que se abrían en silencio, pasos alineados por costumbre, murmullos bajos como si el aire tuviera reglas. Charlotte caminó con su calma felina, atravesando pasillos como si no notara los ojos que se clavaban en ella desde que había vuelto a respirar poder.
En el comedor, el golpe fue simple.
La silla de Giulia estaba vacía.
Una silla vacía en ese lugar no era un detalle. Era un manifiesto. Charlotte se sentó igual, sin mirar a los lados, pero el cuerpo le registró todo: los cuchicheos que se cortaban al pasar, las cabezas que giraban sin pudor, el murmullo espeso de quien no está especulando sino esperando.
Las prefectas ya no jugaban a ignorarla. Ahora la miraban como se mira a alguien que te ensució el uniforme frente a todo el colegio y todavía no te ha dejado devolverlo con interés.
Léonie estaba al frente, recta, impecable, con el rubio perfecto como siempre. Pero sus ojos no tenían risa blanda de vencedora. Tenían cálculo y hambre. Dos prefectas detrás de ella hablaban entre dientes, sin molestarse en bajar el tono. No eran risitas. Eran planes disfrazados de comentarios.
Charlotte sintió el golpe de esas miradas y lo tradujo sin esfuerzo:
ya saben.
ya entendieron.
y ahora quieren cobrarse.
Eso, lejos de achicarla, le encendió algo limpio en el pecho. No miedo. No ansiedad. Esa otra cosa que le salía cuando el tablero se volvía honesto: suficiencia tranquila, reto pesado, la certeza de que si ellas querían seguir, iban a tener que hacerlo en su idioma.
—Míralas —pensó, sin voltear—. Ahora sí estamos hablando en serio.
El desayuno todavía no había empezado oficialmente. La directora no había entrado. Era esa ventana breve en la que el internado respiraba sin supervisión… lo suficiente para que la guerra asomara sin uniforme.
Y entonces la puerta del comedor volvió a abrirse.
Giulia entró apurada, con las mejillas frías por el aire exterior y el cabello aún un poco húmedo, como si hubiera salido corriendo del baño. Caminó directo hacia la mesa sin bajar la mirada. Detrás de ella venía la directora Morel con ese paso de hielo práctico que convertía cualquier espacio en sala de juicio.
El comedor se ordenó solo. Los murmullos murieron. Los cubiertos empezaron a sonar.
Giulia se sentó.
No dijo nada.
Charlotte no dijo nada tampoco.
Solo se miraron un segundo. Tranquilas. Como si supieran que la revancha de las prefectas ya estaba en camino… y que igual no iban a retroceder ni un centímetro.
El desayuno transcurrió con normalidad pública. Y con extrañeza privada. Charlotte comió sin prisa, observando con un ojo el tablero completo y con el otro esa batalla diminuta frente a ella: Giulia seguía peleando con medio plato, empujando comida de un lado a otro como si cada bocado fuera negociación difícil. Charlotte lo notó con ese fastidio silencioso que le daba no poder leer a alguien del todo. Cuando ya casi todas habían terminado, una de las maestras de etiqueta se acercó con una sonrisa tan medida que parecía parte del uniforme. Traía un muffin en un platito. Encima, una velita encendida. Varias cabezas giraron. El gesto era absurdo y dulce dentro de ese lugar.
—Buon compleanno, Giulia —dijo la maestra, suave. Giulia se quedó helada, los ojos enormes.
Charlotte se giró hacia ella, por primera vez sin cálculo.
—¿Cumples años hoy?
Giulia ladeó la cara con una mezcla de vergüenza y risa chiquita. —Sí.
—¿Y no me lo dijiste por qué?
—Porque… —Giulia subió los hombros, incómoda— en Italia es como… un día. No es… una cosa gigante como en América.
Charlotte la miró como quien no sabe si reír o pelearle a la cultura de un país entero. Al final solo se le torció la sonrisa.
—Eso es mentira. —Se inclinó un poco hacia ella—. En Italia celebran hasta los martes si hay vino.
Giulia soltó una risa bajita, tapándose la boca por costumbre.
—Tal vez.
La maestra se fue con una inclinación elegante y el comedor siguió su coreografía, pero Charlotte ya tenía la cabeza en otra parte. La idea de Giulia cumpliendo años ahí, en ese lugar que las había tratado como enemigos invisibles, le pareció de pronto injusta. No por sentimentalismo. Por código.
Las clases siguieron con esa normalidad insoportable: protocolo, historia, idiomas, finanzas. Charlotte funcionó impecable. Como siempre. Pero con un filo nuevo bajo la piel, como quien prepara algo sin decirlo. Durante el almuerzo la directora pidió ver a Charlotte. Nadie supo por qué. Dios sabrá. Charlotte fue sin preguntar. Las prefectas la miraron al pasar. Algunas chicas tenían cara de “¿qué hizo ahora?”. Charlotte no les regaló nada. Salió con la misma expresión de siempre: neutralidad de reina. A las tres, cuando terminaron las últimas clases, Charlotte apareció al lado de Giulia en el pasillo como quien intercepta una ruta con toda la elegancia posible.